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13 de noviembre 2022

Maria Eugenia Coutinho

CONSENSO, INSTITUCIONES, ACTORES: LOS LÍMITES DE LA VOLUNTAD REFORMISTA

Tiempo de lectura: 10 minutos

Como un rezo laico gran parte de la dirigencia política y empresarial declama que las soluciones a nuestros problemas provendrían principalmente de un ejercicio de diálogo, consenso, y de instituciones estables en el largo plazo. Sin embargo, a pesar de lo atractiva que parece la fórmula, excepcionalmente se especifica el contenido de esos acuerdos, los actores involucrados y las instituciones a reformar. De ese enunciado se puede inferir que actores indeterminados, sin preferencias ni intereses específicos y en un ejercicio de voluntad y buena predisposición, alcanzarían compromisos sustantivos para promover instituciones virtuosas, duraderas y de calidad. 

No se trata de subestimar el valor del consenso o del diálogo, pero coincido con lo que advierte la politóloga Yanina Welp, acá, en cuanto a que su idealización presupone cierta pretensión de homogeneidad, cuando en realidad lo que abundan son las diferencias. En este sentido, quizás, la clave no está tanto en cómo lograr la unanimidad en los acuerdos sino en encontrar mecanismos institucionales para procesar esas diferencias. Las instituciones no son estructuras voluntarias únicamente destinadas para resolver problemas de cooperación y que benefician a todas las partes por igual, sino que distribuyen poder. Son fundamentalmente estructuras de poder, como sostiene Terry Moe, lo cual supone la posibilidad de conflictos.

La relación entre instituciones y agencia, su naturaleza y direccionalidad, es quizás una de las cuestiones más discutidas y complejas en las agendas de los distintos tipos de institucionalismos. Las instituciones constriñen a los actores e influyen en su comportamiento, a la vez que son resultado de los actores con sus incentivos, preferencias e ideologías. Considerar estos elementos resulta central para analizar y evaluar cualquier proceso político. Además, si bien las instituciones o reglas de juego están destinadas a perdurar en el tiempo, ante el cambio de contextos las instituciones funcionan de manera diferente y los actores también.

Desde perspectivas neoinstitucionalistas, que durante un tiempo operaron como una suerte de sentido común, se les han atribuido a determinadas instituciones políticas responsabilidad (causalidad) en el estancamiento económico del país. La hipótesis es que algunos rasgos de la estructura política argentina (federalismo, presidencialismo, congreso bicameral y poder partidario de elites provinciales, entre otras) obstaculizan la capacidad de los actores políticos para alcanzar acuerdos intertemporales eficientes en el largo plazo. El menú de reformas no es desconocido: justicia independiente, modificar la tendencia a la centralización del federalismo, corregir la discrecionalidad del Ejecutivo, fortalecer el Congreso como contrapeso. 

"La clave no está tanto en cómo lograr la unanimidad en los acuerdos sino en encontrar mecanismos institucionales para procesar esas diferencias. Las instituciones no son estructuras voluntarias únicamente destinadas para resolver problemas de cooperación y que benefician a todas las partes por igual, sino que distribuyen poder."

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No obstante, el incesante reclamo reformista tiene sustento. La insatisfacción de la sociedad argentina con gran parte de las instituciones y su funcionamiento es inocultable y no es un fenómeno reciente. Sin embargo, no reparamos lo suficiente en que estos casi 40 años de democracia ininterrumpida no faltaron reformas políticas, económicas, estatales y regulatorias muy profundas y relevantes. Es más, en 1994, llegamos a reformar la Constitución Nacional, quizás la mayor empresa de transformación institucional en la que una sociedad puede embarcarse. Sin embargo, algunos aspectos de esta reforma siguen siendo un capítulo inconcluso con protagonismo en la discusión pública, aún 28 años después de sancionada. 

Entonces, en el plano político, ¿qué hay que cambiar? Las reflexiones sobre las anomalías de nuestro diseño institucional son un tanto contradictorias. Se suele afirmar, por ejemplo, que la Argentina es hiperpresidencialista, que el Congreso es una mera “escribanía” del Ejecutivo o que el federalismo funciona como un sistema unitario. Sin embargo, abundan las preocupaciones por la debilidad presidencial, porque los presidentes no logran aprobar su agenda legislativa, o que el federalismo es muy descentralizado. Lejos de negar que existen deficiencias en el funcionamiento institucional argentino, a la hora de pensar las transformaciones necesarias parece que no siempre se parte de un diagnóstico adecuado o bien se buscan iniciativas de difícil concreción y baja viabilidad, sin reparar en el contexto y los intereses de los actores involucrados, obturando así la posibilidad de un cambio. Como veremos más adelante, la reforma constitucional no produjo la ansiada atenuación del presidencialismo ni corrigió los rasgos distorsivos del federalismo. Mientras tanto, cambios más modestos pero posibles, siguen sin promoverse, como modificar el funcionamiento del legislativo o del Ejecutivo.

¿Por qué las reformas institucionales, aún las más ambiciosas, no producen los efectos esperados? ¿Por qué otras no pueden avanzar? ¿Se ha considerado su viabilidad? ¿Tuvieron en cuenta los intereses y las preferencias de los actores involucrados, el balance de poder?  ¿Y si la falta de cambio institucional es una estrategia deliberada?

Las instituciones no funcionan en un vacío y no producen relaciones causales automáticas.  Las reglas son creadas por actores y la práctica política es concreta.

"¿Por qué las reformas institucionales, aún las más ambiciosas, no producen los efectos esperados? ¿Por qué otras no pueden avanzar? ¿Se ha considerado su viabilidad? ¿Tuvieron en cuenta los intereses y las preferencias de los actores involucrados, el balance de poder?  ¿Y si la falta de cambio institucional es una estrategia deliberada?"

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Los límites de las grandes reformas institucionales

La Constitución de 1994 introdujo numerosas innovaciones tanto en términos de nuevos derechos y garantías como dispositivos y diseños institucionales. Como decíamos, muchos aspectos quedaron abiertos e indeterminados. La reforma no fue el resultado de una gesta colectiva ni del consenso; su realización fue fruto de un pacto, una transacción política por parte de actores con intereses específicos y en un contexto determinado. Inicialmente impulsada sin éxito por el presidente Alfonsín, sólo fue factible cuando surgió un interés estratégico y concreto por parte del presidente Menem: la reelección. Por eso, más allá de la Convención Constituyente – que fue una empresa colectiva exitosa- la reforma se dio en dos tiempos. Fue concebida en un contexto y aprobada en otro, y en ese lapso, las preferencias de los actores también habían cambiado.

Las constituciones están sometidas a un descalce temporal, que es en sí mismo desafiante: son en parte producto del corto plazo, inescindible de la coyuntura que las origina, pero están concebidas para perdurar en el mediano y largo plazo. Por eso, las expectativas fundacionales que a veces las rodean pueden verse insatisfechas y hasta producir efectos contrarios a los buscados. Los procesos de reforma constitucional se encuentran inmersos en contextos determinados y fuertemente influenciados por dinámicas políticas, climas de ideas y de opinión. Pero a su vez, el nuevo diseño determina reglas e incentivos que incidirán en el comportamiento de los actores políticos e institucionales en el futuro. Más allá de procesos fundacionales, pueden ser el resultado de una simple y llana transacción política que siempre refleja el balance de poder entre los actores. Chile es un ejemplo, más que elocuente.

El proyecto de reforma elaborado durante la presidencia de Alfonsín tenía un marcado sesgo anti presidencialista, visión compartida por muchos académicos y miembros del partido oficialista. El presidencialismo era en ese entonces objeto de una fuerte impugnación teórica ya que se le asignaba causalidad en la inestabilidad democrática de la región. El dictamen promovía atenuar el presidencialismo, con propuestas que incluso proponían el diseño de un sistema semipresidencial o semiparlamentario. En ese marco, luego, el Núcleo de Coincidencias Básicas incorporó la figura del Jefe de Gabinete de Ministros. A pesar de las intenciones, el presidente mantuvo sus jefaturas, excepto la de la Ciudad de Buenos Aires, obtuvo la reelección inmediata por un período adicional, se constitucionalizaron los poderes de decreto y se reglamentó el veto parcial. El Jefe de Gabinete, demostró que no funciona como fusible en una crisis presidencial y que, si bien es un ministro con potencial capacidad de coordinación, está completamente subordinado al presidente quien lo nombra y lo remueve. El resultado fue una presidencia más poderosa y fuerte.

La reforma constitucional también se propuso profundizar el federalismo y corregir sus distorsiones, aunque los resultados tampoco fueron los esperados. En materia política, la eliminación del colegio electoral y la elección indirecta de los senadores debilitó el poder de los gobernadores a la vez que fortaleció la incidencia electoral de la Provincia de Buenos Aires y de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, promoviendo tendencias centralizadoras. La falta de actualización del criterio para asignar la representación legislativa después de cada censo que se mantiene sin modificaciones desde 1983, es causa de la enorme distorsión representativa (malapportionment) del congreso argentino donde las provincias grandes están subrepresentadas y las chicas sobrerrepresentadas. Los profundos desequilibrios del federalismo fiscal tampoco se han resuelto. Sigue pendiente la sanción de un nuevo régimen de coparticipación que se debería haber dado en 1996. Por un lado, el mecanismo que la nueva Constitución estableció para su concreción, en términos de consensos, es tan exigente que resulta casi imposible lograrlo, y, además, teniendo en cuenta que establecer criterios objetivos de distribución secundaria de recursos es siempre un juego de suma cero -lo que gana una provincia lo pierde otra- las provincias de menores recursos prefieren el status quo

Natalio Botana en “El Orden Conservador”, se refiere en el período que analiza (1880-1916) a la existencia de una “región hegemónica” conformada por la ciudad de Buenos Aires y la Provincia de Buenos Aires, las cuales constituyen una unidad que funcionó como el eje de la política argentina. No parece estar muy lejos del actual protagonismo de ambos distritos. Entonces más que un rasgo unitario, quizás es una característica histórica y estructural que hay que incorporar. El federalismo no necesariamente denota equidad y equilibrio entre sus componentes. Pero ¿es la estrategia para resolverlo dividir la provincia? ¿Es la forma de domar el centralismo trasladar la Capital Federal a algún lugar del interior del país? ¿Son propuestas viables?

El federalismo argentino indudablemente presenta asimetrías marcadas y de difícil resolución. Algunas son históricas y estructurales, otras más recientes y contemporáneas. Es deseable que las iniciativas para reformar o atenuar esos desequilibrios, por un lado, eviten la superficialidad y una perspectiva ingenua, y por otro, que procuren ser viables, es decir, que tengan en cuenta los intereses, preferencias y recursos de los actores involucrados. Así, por ejemplo, no altera en nada las disfuncionalidades del federalismo declarar capitales alternas o realizar reuniones de gabinete fuera de la Capital Federal. En el otro extremo, trasladar la Capital Federal o dividir la Provincia de Buenos Aires, aparecen como soluciones lejanas por la dificultad de alinear los intereses de los actores involucrados. 

Acercando el foco de esta discusión a una agenda actual y concreta y que involucra las posibilidades del desarrollo futuro, las características del federalismo argentino tal como quedaron plasmadas en la reforma constitucional del 94, representan un enorme desafío para el desarrollo de actividades que involucran el uso de recursos naturales provinciales, como el litio o la explotación minera que pasaron al dominio provincial. La complejidad que implica diseñar esquemas de gobernanza en estados multinivel, como se describe en este documento de Fundar, que analiza el caso particular del litio, es un excelente ejemplo a la hora de pensar esquemas institucionales con múltiples actores y diferentes niveles de gobierno. 

"La reforma no fue el resultado de una gesta colectiva ni del consenso; su realización fue fruto de un pacto, una transacción política por parte de actores con intereses específicos y en un contexto determinado. Inicialmente impulsada sin éxito por el presidente Alfonsín, sólo fue factible cuando surgió un interés estratégico y concreto por parte del presidente Menem: la reelección."

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Revolviendo la caja de herramientas del Ejecutivo. Un excurso

Los presidentes necesitan de los gobernadores para implementar sus políticas públicas. Parte de las transacciones entre ambos actores incluyen – aunque no es el único mecanismo – el apoyo de los gobernadores al programa presidencial de gobierno a cambio de recursos fiscales. En general, se considera que la arena por excelencia en la que se produce esta transacción es el legislativo, en el marco del referido malapportionment. Pero el presidente es un actor fundamental en este juego y el Poder Ejecutivo es un espacio privilegiado de transacciones para procesar demandas y resolver conflictos.

El poder del presidente sobre el gabinete – su diseño y designaciones- es prácticamente unilateral. Desde que se eliminó la restricción constitucional para la creación de nuevas carteras en la reforma de 1994, los presidentes pueden diseñar gabinetes que reflejan sus prioridades, sus preferencias, alianzas y coaliciones. Uno de los aspectos que más interés concita al momento de las designaciones en el gabinete es la pertenencia partidista de los ministros como instrumento coalicional con el objeto de ampliar los contingentes legislativos de los presidentes minoritarios, lo que suele conocerse como “presidencialismo de coalición”, de uso extendido en otros países de la región como Brasil, Uruguay y Chile. En Argentina, en cambio, no es una práctica institucionalizada, aún en gobiernos de coalición y minoritarios. A lo sumo, observamos la distribución entre los socios de la coalición electoral.

En los últimos años se han intensificado las críticas a una tendencia por parte de los presidentes a conformar gabinetes con una predominancia de ministros provenientes de la Provincia de Buenos Aires y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Se gobierna desde el AMBA, sostienen algunos observadores. Pero este no sería un rasgo excepcional o novedoso. Según el trabajo que estamos realizando en el Grupo de Investigación de Gobernantes y Gabinetes Argentinos*, desde 1862, en promedio, la preeminencia de ministros de ambos distritos es innegable: un 62% ha pertenecido a la Provincia de Buenos Aires y la Ciudad de Buenos Aires y un 38% al resto de las provincias. Desde la redemocratización, este rasgo se ha intensificado con un promedio significativamente más elevado.  

Esto me lleva a una dimensión poco explorada de los gabinetes: la capacidad de representación y de generar coaliciones, ya no partidarias, sino de otra índole. Es cierto que ni el Ejecutivo ni el gabinete de ministros son en sí mismas instituciones representativas, y los ministros en nuestro diseño, son asistentes del presidente y nombrados y removidos unilateralmente. Pero los ministros pueden ser vehículos de representación. En este sentido, considerar al momento de la designación su origen territorial podría constituir una estrategia adicional para conformar alianzas y permitir que esos ministros puedan tener incidencia en el proceso de políticas públicas que involucran a sus jurisdicciones. Es decir, no se trataría solamente del efecto simbólico que indudablemente tiene la designación, sino la posibilidad de que su participación tenga real incidencia. En la literatura especializada estadounidense, de otras federaciones y de países muy descentralizados, este recurso aparece ocupando un importante rol. 

"Es cierto que ni el Ejecutivo ni el gabinete de ministros son en sí mismas instituciones representativas, y los ministros en nuestro diseño, son asistentes del presidente y nombrados y removidos unilateralmente. Pero los ministros pueden ser vehículos de representación."

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Con respecto al diseño de los gabinetes, esto es la distribución de competencias entre carteras, suele ser analizado por perspectivas que privilegian la eficiencia y la posibilidad de coordinación o por su impacto en el gasto público. En este marco, los “superministerios” (un ministerio absorbiendo muchas áreas supuestamente afines) resolverían de mejor manera los problemas de agencia y delegación y resultaría más “económico”, con menor cantidad de puntos de veto y actores. En realidad, esta opinión parece estar sesgada por la experiencia concreta del Ministerio de Economía durante la gestión de Domingo Cavallo en la presidencia de Menem y los diseños previos a la reforma del 94 cuando había un límite en la cantidad de carteras. Estos recuerdos, en realidad, obturan el análisis de los enormes problemas de delegación que enfrentaron los presidentes con estos ministros “superpoderosos”. Lo que se suele entender por cuestiones económicas y que merecen ser coordinadas por un ministerio de Economía parecen ser infinitas. Pero ¿por qué las cuestiones productivas, tan específicas y relevantes para el desarrollo del país y donde las provincias tienen tanto que decir, deben estar bajo un ministerio que originalmente fue concebido para administrar la hacienda pública nacional? 

Desde que se eliminó el límite en la cantidad de carteras, el diseño de los gabinetes ha evolucionado muy tímidamente. Se empezó a expandir la cantidad de ministerios en los últimos veinte años, alcanzando diseños especializados en las últimas tres administraciones, aunque con vaivenes, que, por otra parte, es una tendencia global. Pero la mayor parte de las carteras son producto de escisiones de otras existentes; hay poca innovación sustantiva que refleje las cuestiones prioritarias de la agenda pública o de mecanismos transversales que atenúen una posible superposición o falta de coordinación. Se mantienen criterios compartimentalizados sin que reflejen los cambios en la agenda de políticas públicas y que, en ocasiones, está territorialmente localizada. Pero cuidado, en este aspecto tampoco debemos caer en la ilusión de que solo con las instituciones producen los efectos deseados. Un hipotético Ministerio del Litio, per se, no impulsaría la actividad y resolvería todos los problemas en torno a su institucionalidad

Lo que he pretendido introducir en esta discusión es que la dimensión federal no suele ser analizada como parte de la agenda institucional del Ejecutivo, cuando en realidad tiene al alcance de la mano algunos mecanismos para intervenir. La innovación institucional no solo se dirime en gestas colectivas y consensos indeterminados. Es compleja la elección entre lo deseable y lo posible.

*El Grupo de Investigación de Gobernantes y Gabinetes Argentinos está integrado por: Juan Manuel Abal Medina (UBA-Conicet), María Eugenia Coutinho (UTDT-UDESA), María Laura Eberhardt (UBA-UNAJ-Conicet), Andrea Ariza (UBA-Conicet) y Patricio López Pérez (UBA)

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