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19 de julio 2017

Martin Schapiro

BRASIL: CRÓNICA DEL ANUNCIO DE UNA MUERTE

Tiempo de lectura: 9 minutos

Corría marzo de 2016. Dilma Rousseff, todavía al frente del gobierno de Brasil, había decidido nombrar a su predecesor, Lula da Silva como Ministro Jefe de la Casa Civil. Envuelta en una enorme crisis política, en la que, en dos ocasiones diferentes, una cifra millonaria de personas, representativas de las clases medias y altas tradicionales se habían lanzado masivamente a las calles, “contra la corrupción”, atacada desde los medios de comunicación por causa de la operación Lava Jato, y con una base aliada cada vez más alejada y extorsiva, Dilma decidía acudir a su única bala de plata.

Lula da Silva se había mantenido lejos del gobierno durante los cinco años que llevaba el mandato de su sucesora. A pesar de haber sido designada por el dedo del ex-mandatario, por encima de otras figuras más carismáticas del partido, Dilma había marcado distancias en estilo y en gestión. Menos negociadora que su antecesor, con un estilo más personalista de toma de decisiones, marcó distancias incluso en la designación de figuras del PT en su gabinete, dando protagonismo a figuras de su confianza (Mercadante, Cardozo) enfrentadas en el partido a Lula. No fue hasta que la crisis política empalmó con la económica que Dilma volvió a apoyarse en su mentor.

El proyecto era convertir a Lula en un virtual primer ministro y, con sus probadas capacidades de articulación política, encauzar las medidas de ajuste estancadas en el Congreso, intentando rápidamente un proceso expansivo financiado con las enormes reservas internacionales acumuladas por Brasil durante las gestiones petistas. La última carta de Dilma Rousseff para evitar su caída podía ser audaz, pero no era imposible.

Con razones de sobra, políticas y económicas, para justificar el movimiento, la oposición política y mediática se tendió un manto de sospecha respecto de las causas de la jugada. Lejos de la justificación política, lanzaron el rumor de que la orden de detención contra Lula por el juez Sergio Moro, a cargo de Lava Jato, era inminente, y que el nombramiento obedecía a la necesidad de Lula de obtener fuero privilegiado, por su rol de ministro.

Para entender lo que desde Curitiba proyecta la Operación Lava Jato, acaso resulte más útil repasar lo que escribió Sergio Moro sobre el operativo Mani Pulite, que terminaría de hundir el sistema de partidos que rigió a Italia desde la posguerra hasta la caída del Muro de Berlín

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El día previsto para la asunción, Sergio Moro filtró a la prensa una conversación entre Lula y Dilma: ella le decía que le envíaba el decreto de nombramiento firmado, antes de la ceremonia, “por cualquier eventualidad”. Al filtrar el audio, Moro quebró la ley por partida doble. Por un lado, sólo el Tribunal Superior podía ordenar escuchas contra la presidenta del país. Por otra parte, la intervención judicial ordenada sobre los teléfonos de Lula se encontraba vencida cuando la grabación se produjo. Adujo un error “de buena fe”.

Relevante para una causa judicial, la ilegalidad resultó irrelevante para los medios de comunicación, y la difusión de los audios desencadenó la especulación de que “cualquier eventualidad” refería un eventual mandato de detención.

Gilmar Mendes, juez del Tribunal Superior nombrado por Fernando Henrique Cardoso y vinculado al PSDB completaría la tarea. Mediante una cautelar, determinaría que estaba en posición de juzgar la voluntad de la presidenta, y que el cambio de la jurisdicción de Moro a la del tribunal que él mismo integra, constituía una maniobra destinada a garantizar la impunidad del ex-presidente, por lo que impidió su nombramiento, aduciendo desviación de poder.

A pesar de tener apenas 44 años, Sergio Fernando Moro lleva veinte como Juez Federal, al frente del Juzgado con sede en Curitiba. Entrenado en Harvard, asiduo visitante de eventos organizados por el Departamento de Estado norteamericano y con afinidades ideológicas y hasta familiares con la centro derecha brasileña, este juez, que se muestra cómodo con los mimos y premios de la prensa, parece encajar con el relato petista, que dibuja a un agente del imperialismo tomando parte en una enorme conspiración contra la democracia, cuyas ramificaciones alcanzarían desde el actual gobierno hasta la embajada norteamericana y, por supuesto, los grandes medios de comunicación.

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Aquella narrativa, sin embargo, flaquea al analizar de cerca la actuación de Moro y la Fuerza de Tarea Lava Jato. Si bien es cierto que las investigaciones se centraron con preeminencia en el Partido de los Trabajadores, sus integrantes y sus vínculos, no lo es menos que las últimas grabaciones, que mostraron en flagrancia a Aécio Neves, último candidato opositor a Dilma Rousseff y presidente del PSDB, y a Michel Temer, el exitoso Cobos brasileño, fueron concebidas cuidadosamente por los propios investigadores, en el marco de la negociación de la delación premiada del empresario Joesley Batista. Ningún relato conspirativo explica adecuadamente aquella situación, ni explica que los principales laderos de Temer hayan sido grabados conversando sobre la necesidad de “terminar con la sangría” de la investigación.

Para entender lo que desde Curitiba proyecta la Operación Lava Jato, acaso resulte más útil repasar lo que escribió Sergio Moro sobre el operativo Mani Pulite, que terminaría de hundir el sistema de partidos que rigió a Italia desde la posguerra hasta la caída del Muro de Berlín. En el año 2005, el joven juez federal escribió un elogioso artículo sobre aquel proceso, y afirmó la necesidad de reproducirlo en Brasil, poniendo el acento en los costos de la corrupción como problema estructural que impide el desarrollo de los países. En anticipación profética, Moro señalaba meticulosamente las dificultades para obtener pruebas concluyentes, la necesidad de hacer un uso extensivo de la prisión preventiva como herramienta para obtener delaciones y la inversión de las reglas sobre libertad de quien posee una apelación pendiente. Asimismo, desarrollaba la necesidad de alimentar el interés de los medios a partir de filtraciones selectivas, y los señalaba como aliados indispensables para una operación de gran escala.

Una década después, Moro habría cumplido meticulosamente con cada uno de los puntos allí señalados. Con una aproximación cuanto menos flexible hacia las garantías constitucionales que estaba llamado a defender, Moro fue por el sistema político brasileño. Y en aquel contexto, Lula es el premio mayor.

A diferencia de Pepe Mujica, Lula da Silva no es un asceta. Desde sus tiempos de sindicalista combativo, Lula nunca rehuyó del contacto con la burguesía, y, tras abandonar la presidencia con niveles inéditos de popularidad, se involucró en el negocio de las conferencias empresarias, de acuerdo al cuestionado ejemplo de Bill y Hillary Clinton. Su hijo, Fabio Luis, tiene una próspera actividad empresarial, cuyo desempeño resulta difícilmente explicable sin el privilegiado acceso otorgado por la relación de parentesco. Pero esta promiscuidad con el mundo empresario, característica de la política occidental en general, y brasileña en particular, no constituye en sí misma un delito de corrupción. Las cuentas de Fabio fueron revisadas una y otra vez por policía sin encontrar pruebas de ilegitimidad, y basta preguntar en los pasillos de IDEA cuánto costaba contratar una conferencia de aquel presidente-estrella que podía jactarse de haber dado exitosamente una guerra contra el hambre en sus ocho años de mandato.

Investigación tras investigación, ninguna pudo hallar a Lula en flagrancia, aceptando sobornos, como sucedió con Temer y Aécio Neves, ni cuentas en el exterior, como a Eduardo Cunha, director del impeachment contra Dilma y al ex-gobernador carioca Sergio Cabral. Tampoco en las conferencias, de valor tabulado, encontraron señales que justifiquen una imputación.

Nada de esto, sin embargo, sirvio demasiado al ex-presidente. La hipótesis hecha pública por los investigadores de Lava Jato, “sin pruebas, pero también sin dudas”, al decir de un integrante del Ministerio Público, es que Lula fue el jefe máximo de un esquema de corrupción urdido desde el gobierno en perjuicio del Estado Brasileño.

Con semejante asunción, cualquier final que no fuera una condena, hubiera supuesto un fracaso de la investigación.

Según la sentencia de Moro, Lula recibió ilegalmente un departamento de 200 metros cuadrados en un balneario, no particularmente bonito, en una localidad cercana a San Pablo.

Que Lula no sea santo, ni el juez de Curitiba apenas un títere sin más voluntad que la de un grupo de conspiradores, no hace sin embargo falsas las conspiraciones, ni inexistentes las persecuciones.

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De acuerdo a las constancias del expediente y a las explicaciones (algo no tan frecuente de este lado de la frontera) dadas por el propio Lula, su esposa Marisa Leticia había adquirido “de pozo” los derechos sobre un departamento de 82 metros en el mismo edificio en 2005, según consta en su declaración de bienes, cuando el proyecto pertenecía a la cooperativa Bancoop. Por problemas financieros de la cooperativa, el proyecto fue entregado, junto con muchos otros en San Pablo, a la OAS, una de las grandes constructoras brasileñas. A partir de allí, las versiones difieren. Desde la defensa, señalan que el triplex fue ofrecido a Marisa y que, tras dos visitas, una en compañía de Lula, y una, posterior, en compañía de su hijo. Según su versión, ella desistió de la compra y, al final, de su parte original en el proyecto, porque terminó por no resultar de su agrado.

En una delación destinada a aliviar su propia situación personal, Leo Pinheiro, director de la OAS declaró que el departamento sería entregado a Lula en compensación por los favores prestados. Que el departamento fue modificado a gusto de Marisa, mostrando como prueba un intercambio de mensajes de él mismo con el encargado de proyecto, y probando lo inusual de hacer modificaciones en departamentos ofrecidos al público y casi terminados.

No es materia de controversia que ni Lula ni su familia hicieran uso del bien, ni existe documentación alguna que los relacione con la propiedad. Tampoco, como admitió incluso el diario Folha de São Paulo, hay ningún elemento que vincule al departamento con los contratos de Petrobras u alguna otra actividad estatal.

El sistema brasileño, por el cual el juez de instrucción es también el que juzga, y la inclinación de Moro a presentarse como un Elliot Ness brasileño, y asumir como propia una investigación que debería pertenecer al Ministerio Público, explican una condena poblada de especulaciones, pero carente de pruebas.

Con el antecedente del mensalão probablemente hubiera sido más sencillo fundar una condena en el rol de Lula, como jefe máximo del Partido de los Trabajadores, en la financiación ilegal de campañas. Sin embargo, una condena con ese fundamento, hubiera fortalecido la narrativa de Lula como perseguido político. Aún con elementos lábiles, eligieron asociar a Lula a la etiqueta de ladrón, activando la única causa con elementos para acusar un enriquecimiento personal.

Que Lula no sea santo, ni el juez de Curitiba apenas un títere sin más voluntad que la de un grupo de conspiradores, no hace sin embargo falsas las conspiraciones, ni inexistentes las persecuciones.

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La necesidad de cobertura mediática, que el propio Moro señaló en su artículo sobre Mani Pulite funciona en ambos sentidos, y difícilmente quien busca servirse de los medios no termine por servir también la agenda de aquellos. Resulta llamativo que Lava Jato haya explotado justo en la víspera de la segunda vuelta electoral entre Dilma Rousseff y Aécio Neves, permitiendo manipulaciones abiertas como la tapa que la revista Veja hizo circular tres días antes de la elección, afirmando que Lula y Dilma comandaban el esquema de sobornos.

Idéntica sospecha recae sobre esta condena, dictada un día después de que el senado aprobara una flexibilización laboral apoyada unánimemente por el establishment empresarial y mediático. Llama también la atención que mientras Odebrecht, OAS y JBS han sido sucesivamente objeto de la operación, ninguna de las grandes empresas de medios lo haya sido hasta ahora. Claro que también es posible que tengan otros medios distintos del soborno, para condicionar la política.

Sin la protección de los grandes medios, y un sistema que se sirvió de la investigación para movilizar a las masas contra el gobierno del PT, difícilmente aquella hubiera sobrevivido en manos de un juzgado federal de sede remota, alejada tanto de la capital como del principal centro de poder económico, ni que se le hubiera permitido crecer hasta crear un terremoto a partir de una investigación de lavado de dinero sobre un pequeño grupo de cambistas minoristas, en manos de un juez que manipula las garantías constitucionales haciendo uso extensivo de filtraciones y encarcelamientos preventivos ilegales, dirigidos a forzar confesiones.

El Superior Tribunal que en su hora impidió la asunción de Lula como Ministro Jefe de la Casa Civil, hoy se caracteriza por su leniencia. Gilmar Mendes mutó de autor de aquella cautelar a defensor de la presunción de inocencia, y tras el oportuno fallecimiento Teori Zavascki, relator de Lava Jato en aquella instancia, el reemplazo recayó en Alexandre de Moraes, cuyos antecedentes incluyen asesorar a integrantes del Primer Comando Capital y fungir como Ministro de Justicia de Michel Temer, en representación del PSDB.

Con miras en 2018, el tribunal integrado por un juez cuya amistad con Moro llevó a que apadrinara a uno de sus hijos, decidirá si, por causa de un departamento que jamás ocupó, y que se encontraba en condiciones holgadas de comprar con sus ingresos, el presidente que se retiró del poder con la popularidad más alta de la historia del país, el carismático promotor del Brasil global puede candidatearse nuevamente a la presidencia, o debe encarar su vejez bajo arresto.

Una confirmación de la condena privaría, además, a millones de brasileños de su representación, más representativa. Mientras tanto, Temer sobrevive en la presidencia, y Aécio Neves es repuesto en el Senado en tanto se desenvuelve la investigación.

El espectáculo es curioso. Mientras el PT es señalado como responsable de la corrupción sistemática de la política brasileña por haberse financiado ilegalmente con dinero sució empresario, sus rivales, que representaron en forma mucho más directa los intereses de aquel sector, podrán presentar condidaturas y decir que el dinero que los financió a ellos fue lavado con agua bendita.

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