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08 de octubre 2018

Florencia Benson

BOLSA DE GATOS

Tiempo de lectura: 5 minutos

El reciente triunfo de Bolsonaro en Brasil profundiza el interrogante respecto de la democracia en nuestra región y en el mundo. Si bien la victoria de López Obrador en México parecía despuntar una alternativa progresista para América Latina, la realidad es que probablemente se trate de un respiro de la duración de un mandato, y ni un segundo más, para el problemático middle-man entre Estados Unidos y el resto del continente. La consolidación del signo ideológico liberal-conservador en la región entera parece ahora inexorable.

Los académicos ya se relamen probando los disfraces y etiquetas que mejor le sientan a esta “nueva democracia”. ¿Es lisa y llanamente fascismo? ¿Se trata, acaso, de populismo de derecha? ¿Será otra derecha democrática? Para no ser menos, desde aquí aventuramos otra etiqueta compuesta, elaborada artesanalmente: Bolsonaro, al igual que el PRO, encarna un totalitarismo, no antidemocrático sino mas bien posdemocrático. Es decir tiene una pretensión de gobernar sobre cada una de las esferas de la vida pública y privada, individual y colectiva, pero aplicando una coerción selectiva. Una microsegmentación de la violencia que hace que los sectores burgueses —sometidos únicamente al poder soft, empobrecidos de forma brutal y permanente, mas no física o jurídicamente abusados— no perciban al gobierno como totalitario per se. Aquellos ciudadanos que sí son objeto de la represión, en general de extracción popular o burgueses aliados, son tachados de “kirchneristas” o “comando mapuche-iraní” o cualquier otra etiqueta lo suficientemente villificada como para, por un lado, justificar ese castigo y, por otro, ahuyentar cualquier atisbo de solidaridad de clases: se rompe el puente entre intelectuales o militantes burgueses y clases populares. A esto se suma la caída de la aristocracia proletaria, encarnada en Lula da Silva y su heredera Dilma, como interfaz o válvula intermedia entre los patrones y los trabajadores. Esto lleva a preguntarnos si acaso mantener esta brecha vacía, amplificada, reforzada, eternizada, no será el objetivo último de este nuevo proyecto, de modo que las naciones intermedias pasen a ser periféricas, replicando en la organización internacional aquella binarización interna. Naciones nominalmente libres, nominalmente democráticas, autónomas on paper, pero sometidas en el plano material.

hay una simbiosis profunda entre la racionalidad militar y este proyecto político

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En nuestro país, las recurrentes escenificaciones del Presidente en entornos castrenses, la militarización de las Fuerzas de Seguridad, la llamada “doctrina Chocobar”, asi como otros signos repetidos de la gestión y de la comunicación oficialista connotan una alianza que va mucho más allá del espectáculo: hay una simbiosis profunda entre la racionalidad militar y este proyecto político.

Los analistas políticos, en general provenientes de sectores burgueses o a lo sumo de trabajadores de clase media, pero en cualquier caso civiles, no contemplan en sus lecturas la racionalidad militar. Fuertemente anclados en su sesgo de clase y en su elitismo científico, descreen o se asustan frente a lo que perciben como teorías conspirativas, retroceden y se apoyan en la cuota sana de cinismo que provee la gaya ciencia, manteniendo de este modo, paradójicamente, un punto ciego frente a la racionalidad militar, la cual opera de manera ininteligible para la comunidad científica, es decir, de manera inductiva y por aproximación. Asimismo, el peso de las funciones directivas —planificación, organización, motivación, mando, coordinación y control— y su visión largoplacista no puede subestimarse. Sumado a la potencia de sus presupuestos, de sus armamentos y del capital intelectual que poseen, el sector militar reemerge como un actor formidable que va a tener protagonismo en los próximos 50 o 100 años, cuando la humanidad tomará sin dudas un aspecto radicalmente diferente a lo que conocemos.

El totalitarismo posdemocrático combinaría entonces los elementos verificados del imperialismo ancestral —colonizar sin decapitar las cúpulas locales, simplemente se anexan al Imperio y pagan sus impuestos— con la aplicación quirúrgica de violencias de distinta índole, a veces hasta personalizada (caso Milagro Sala y los exfuncionarios peronistas encarcelados en condiciones escandalosas de violación del Estado de Derecho republicano y liberal) logrando el doble efecto de desalentar cualquier solidaridad de clase entre los sectores dominados y desactivar cualquier prospecto futuro de unidad. Para las clases dominantes, Marx tenía razón: la lucha de clases es la única lucha, y están comprometidos en ella hasta las últimas consecuencias. La mejor manera de dominar, entonces, consistirá en mantener una polarización material y cultural sin matices entre los extremos. Ahora bien, la Argentina se enorgullece de esos matices: posee la clase media más abundante, heterogénea y culta del mundo. La clase media está despierta y pelea por lo suyo: las universidades, el ministerio de ciencia y tecnología, la paritaria docente, la jubilación, el derecho de sus mujeres a abortar, es decir, a ejercer su derecho de propiedad sobre su cuerpo. La clase media está movilizada.

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Mientras tanto, la racionalidad militar no tiene apuro, pero no descansa. Si se propusiera minar los pilares de autonomía cultural de nuestros sectores medios, planificaría un esquema a largo plazo y avanzaría de a pequeños mojones, imperceptibles para el ojo civil —bombardeado, asimismo, desde el frente económico y mediático—. Sabría que cuenta con la docilidad de esos sectores, ahogados con una pinza de miedo: por un lado, la memoria viva, reciente, de sus hijos perdidos en la lucha armada (frente a ese mismo actor) y del otro el miedo, propiamente burgués, a perder lo conseguido (“no vas a perder nada…” es más una extorsión que una esperanza) por decir o hacer algo incorrecto, algo que perturbe innecesariamente al poder de turno. Son miedos profundos del inconsciente colectivo y como tales son chicaneados de forma recurrente desde el discurso oficialista.

Es decir, estamos en un momento del timeframe cuando se toleran las manifestaciones en la calle pero al mismo tiempo se opera una activación preventiva del trauma para desalentar la desobediencia. Se socava la credibilidad de estas manifestaciones plantando encapuchados, cuestionándolas desde los medios de comunicación ya como violentas o como pasadas de moda (se trata, después de todo, de un repertorio de acción colectiva mas bien clásico), y se ahoga paulatinamente la energía vital que requiere desde el ajuste económico (más horas de trabajo para ganar menos) y su impacto directo en la salud.

Sumado a la potencia de sus presupuestos, de sus armamentos y del capital intelectual que poseen, el sector militar reemerge como un actor formidable que va a tener protagonismo en los próximos 50 o 100 años

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Es necesario asentar, también, la afinidad electiva entre el deseo de orden por parte del ejército frente a lo que percibe como un descontrol popular, con el capital trasnacional —interesado en las masas en tanto y en cuanto consumidores, y lo más aplanados en esta sola categoría como sea posible, por favor— y las élites aristocráticas locales y globales que buscan restituir un orden perdido, subvertido, profanado. La plutocracia es entonces un proyecto caro para estos tres actores, quienes por motivos morfológicos —el ejército—, económicos —las corporaciones— e ideológicos —las élites sociales— llevan a una convergencia cada vez más refinada del poder militar, financiero y cultural.

Por ahora, sin embargo, ese horizonte está mas bien lejos. Lo que nos ocupa hoy es el hecho de que los Ejércitos latinoamericanos —quizás con colaboración amistosa de sus contrapartes en países centrales— quieren, también ellos, volver. ★

 

 

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