
Elipsis
Cristina Fernández fue la cartógrafa del 2019. Así es. Les puede pesar a muchos, pero ella dibujó el mapa de la campaña electoral. Con otras fronteras identitarias, otros códigos discursivos, otros registros simbólicos. Cristina renunció a sus posibilidades subjetivas para trazar las condiciones objetivas de todos. “Quiero dirigirme a mis compatriotas para compartir, como siempre, reflexiones y también, claro, decisiones”, avisó en ese enlatado que circuló por las redes sociales a mediados de mayo. Y tenía razón, sobre todo en la última palabra. Ella puso el escenario, la trama y los actores. Estudió la “traición” ecuatoriana (cómo Lenín Moreno exilió a su ex líder, Rafael Correa), aprendió del delay brasilero (cómo Lula da Silva tardó demasiado tiempo en pasarle la posta a Fernando Haddad para abordar las urnas) y, en base a eso, diseñó una fórmula presidencial imprevista, que ningún radar analítico detectó. Y ahí se convirtió en una dirigente elíptica. Ausente, pero presente. Tomó distancia de la máxima investidura, pero se acercó al poder. Cedió el significante, pero amplió el significado. Nada volvió a ser igual.
Cristina Fernández fue la cartógrafa del 2019. Renunció a sus posibilidades subjetivas para trazar las condiciones objetivas de todos. Puso el escenario, la trama y los actores.
Entre el by pass mediático y el “atrapalotodo”
Mauricio Macri esquivó las entrevistas durante toda la campaña. No quiso intérpretes ni editorialistas “oficialistas”. En un contexto económico sensible, buscó ser su propio narrador. Pretendió regular su imagen pública sin distorsiones. Antes de las PASO, apostó por los juguetes 2.0; después del sismo electoral de agosto, se apoyó en el optimismo del metro cuadrado. En ambos momentos, evitó cualquier tipo de mediación. En sentido contrario, Alberto Fernández agarró cuanto micrófono se le cruzó. Se enfrentó tanto a la agudeza de Beatriz Sarlo como al azar de las ruedas de prensa que se organizaban espontáneamente en la calle. Y en esta inversión de roles, las formas chocaron con el contenido. El presidente que flameaba la bandera de la libertad de expresión gambeteó a los supuestos representantes de la opinión pública. Es lo que José Natanson –en un análisis sobre la Nueva Izquierda Latinoamericana– denominó “by pass mediático”. Claro, sin cadena nacional; bajito, para que nadie se de cuenta. En cambio, Fernández, que en sus filas tuvo voces que reclamaron una CONADEP para el periodismo, desplegó una campaña híper-mediatizada. En contraste con Cristina, optó por exposiciones abiertas, filtradas y semiotizadas por periodistas. Un “atrapalotodo” comunicacional. Estratégicamente, riesgoso. En varias ocasiones, perdió el poder de significación de su agenda. Sus actividades (visitas a fábricas, PYMES, universidades, sindicatos, etc.) fueron opacadas por las polémicas que tuvo, por ejemplo, con Mercedes Ninci, Jonatan Viale, Héctor Emanuele y Mario Pereyra. Tercerizó el encuadre. Cedió la percepción sobre su figura. Una donación semántica que Cristina solo realizó en las legislativas del 2017, en pleno invierno político del kirchnerismo. Queda pendiente saber si este estilo desregulado y aleatorio de contacto con la prensa será el que impere en su presidencia.
En sentido contrario, Alberto Fernández agarró cuanto micrófono se le cruzó. Se enfrentó tanto a la agudeza de Beatriz Sarlo como al azar de las ruedas de prensa que se organizaban espontáneamente en la calle.
Inoxidable
El peronismo se consolidó como método comunicacional. Caos, yuxtaposiciones, lunfardo, cercanía, oportunismo, reflejos, Grupo Lima, Grupo de Puebla, naturalidad, verticalismo (ascendente y descendente), Dylan, Grabois, el Renault Clio, los aviones sanitarios: todo entra en el dispositivo justicialista. Una máquina que absorbe identidades, nunca las escupe. Ese es uno de sus escasos trabajos sistematizados. Ese fue –es y, seguramente, será– el diferencial arquitectónico respecto a la app de Juntos por el Cambio, que solo osó incorporar el bolsonarismo de Miguel Ángel Pichetto como prueba fehaciente de pragmatismo. La manufactura del relato político quedó pendiente para el palacio.

A partir del 10 de diciembre, Alberto Fernández tendrá el reto de estructurar una épica que, como mínimo, sea del tamaño de la crisis que azota al país. En tiempos de sintonía fina, el flamante mandatario deberá articular una narrativa que abra horizontes, bloquee a los contradictores (internos y externos) que surjan y estire la paciencia social. Juntos por el Cambio le deja una moraleja al respecto: el déficit fiscal, como mística, sabe a poco. No contagia ni moviliza el sentido social. Se quemaron varias ilusiones en este calendario. Una de ellas, que a esta altura ya alcanza el estatus de utopía, fue la del liberalismo criollo: sepultar al peronismo como cultura y movimiento políticos. Un espejismo hasta el momento. En un mundo indeciso, gaseoso y vertiginoso, el peronismo se presenta como una certeza granítica. Parafraseando a Frederic Jameson: “Es más fácil imaginarse el fin de la Argentina que el fin del peronismo”.
A partir del 10 de diciembre, Alberto Fernández tendrá el reto de estructurar una épica que, como mínimo, sea del tamaño de la crisis que azota al país
De regreso a octubre
Mauricio Macri rompió la biblia duranbarbiana. Y lo hizo ante los ojos de la nación, en el medio del espacio público. Con la gira del “Sí, se puede”, el presidente terminó haciendo una campaña del siglo XX: contacto ciudadano, actos multitudinarios y una dinámica top down (el líder hablando arriba, en el balcón; la masa escuchando abajo, en la calle). El cosmos digital quedó acotado a una función de eco, un reproductor de las acciones generadas en el mundo físico. Streaming para todos, y a esperar la epopeya. O, mejor dicho, el déjà vu alfonsinista. La 9 de julio como baúl histórico donde se buscó repetir la hazaña de lo inesperado. “A creer”, se ha dicho. El macrismo salió de la racionalidad segmentadora del big data y probó la fe del “pueblo republicano”. Ignoró los focus group de Roberto Zapata y se recostó en el microrrelato del taxista arrepentido de su voto bronca de las PASO. Esta mudanza del timbre a la lógica de estadio inyectó de energía, mantras y, sobre todo, microclima al jefe del Estado. El segundo debate presidencial fue una prueba contundente de ese sesgo de confirmación masivo que había recibido el día anterior a metros del obelisco. Macri devolvió esa confianza con una sólida performance televisiva en la Facultad de Derecho. ¿Era por abajo? Puede ser. El contrafáctico, probablemente, ya esté en las libretas de Rogelio Frigerio, Emilio Monzó y Alfredo Cornejo. Macri también aprovechó el paseo federal para deslizarles un metamensaje a sus principales retadores internos, Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal: “Hoy, esta porción de la torta social es mía. De nadie más. La marca soy yo”. El juego lingüístico terminó en el CCK hace unos días: “Hay gato para rato”, avisó el mandatario.
Mauricio Macri rompió la biblia duranbarbiana. Y lo hizo ante los ojos de la nación, en el medio del espacio público. Con la gira del “Sí, se puede”, el presidente terminó haciendo una campaña del siglo XX
Born in the USA
Los argentinos tuvimos el primer debate presidencial por ley. ¿Un aporte a la agenda pública? Sí. La ciudadanía se nutrió de insumos programáticos, ideológicos y, en especial, emocionales de los competidores. Aunque el modelo de paquetes discursivos cerrados encorsetó a los candidatos, se logró vislumbrar –tímidamente– la perspectiva de cada uno sobre temáticas cruciales. El desafío es que, con el correr de los años, se vaya sacando el “cepo” y podamos ser testigos de un intercambio más natural, profundo y enriquecedor.Eso respecto a la onda corta. Si ponemos las luces altas y buscamos la lectura de largo aliento, vemos que en el país se consolida un fenómeno comunicacional: la americanización de las campañas electorales. Negatividad, híper-personalización, espectacularización, polémica, profesionalización y estetización son factores que importamos del norte hace –al menos– tres décadas. Sin caer en lo que el psicólogo Jonhatan Haidt llama “delirio racionalista” ni en una ilustración nostálgica, es interesante observar cómo los atributos subjetivos comienzan a desplazar a los atributos ideológicos. La intimidad avanza a paso decidido sobre el espacio público. No hay afuera de la matrix. Todo se transparenta, salvo el proyecto de país que tienen en la cabeza los aspirantes al sillón de Rivadavia.
De eso quizás se trata: entender al empate hegemónico como una propuesta de orden, no como un gualicho histórico.
Realismo democrático
Un gesto. Una foto. Una transición. Presidente actual y presidente electo posaron para los mercados, el círculo rojo y –de paso– la opinión pública. Es cierto, más cerca del TINA (There is no alternative) de Margaret Thatcher que de la Moncloa de Adolfo Suarez. Pero lo hicieron: Macri y Fernández se pusieron de acuerdo y ofrecieron una instantánea saturada de protocolo. Y también de sentido común, el primer commodity que se tragó la grieta. El abismo como oportunidad para volver a lo básico. Un optimista ansioso podría sugerir de epígrafe: “No es grieta, es bicoalicionismo”. Pasar de la batalla cultural a la disputa agonal, del “enemigo” al “adversario”, de la verdad absoluta a las verdades parciales. De eso quizás se trata: entender al empate hegemónico como una propuesta de orden, no como un gualicho histórico.
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