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02 de abril 2018

Luciano Chiconi

ANCLADOS EN 1990

Tiempo de lectura: 10 minutos

Ese 3 de diciembre Telefé estrenaba su sistema de transmisión satelital, y en la pantalla un incólume Juan Carlos Pérez Loizeau decía: nos gustaría presentar este avance tecnológico con imágenes más agradables, pero nuestro compromiso es con la realidad, y éstos son los hechos que hoy despiertan al país. En canal 9, y como ante cada acontecimiento de orden público, Alejandro Romay tomaba por asalto la conducción del noticiero. Canal 13 hacía gala del despliegue y dinámica de sus móviles en los focos del conflicto. Un ATC minimalista y en transición operativa todavía apostaba a una cobertura burocrática centrada en el recitado de los cables de Télam pero ya sin las consignas de los años previos (todos a la plaza a defender la democracia, democracia o dictadura) ni la presencia del maestro del suspenso Carlitos Campolongo, que en la lectura duplicada de cada cable de noticias como si fuera información clasificada de la SIDE había logrado un rating sideral para la Semana Santa de 1987. Era el 3 de diciembre de 1990, y como relata Martín Balza en Bitácora de un soldado (sus relativamente recientes memorias), con dos oficiales leales asesinados en la madrugada por las tropas alzadas en el Regimiento de Patricios y uno de ellos rematado con un tiro en la cabeza disparado a menos de treinta centímetros, arrancaba el cuarto levantamiento carapintada de la historia argentina.

El “yo estuve ahí” de Balza comienza con el final del Proceso: haber combatido en Malvinas le permite repudiar a la vez a Galtieri y a la visión progresista de “los chicos de la guerra”.

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Pero Bitácora de un soldado no es un libro de memorias. Se trata más bien de un testimonio que busca fijar posición y encastrar su punto de vista en el gran tetris literario del orden democrático. La obra de Balza podría ser un libro más en la inmensa pared de la victoria cultural de la democracia, y en gran medida lo es porque esa es la intención del autor, pero es justamente en los pasajes de mayor fidelidad biográfica, cuando Balza agarra la primera persona para contar vivencias y no para opinar, donde se puede apreciar el vuelo propio de un testimonio que se corre algunos pasos del consenso monopólico de la palabra que supimos conseguir en el ’83 a la hora de pensar un tema clave de la democracia: el fin del partido militar en la Argentina.

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El “yo estuve ahí” de Balza comienza con el final del Proceso: haber combatido en Malvinas le permite repudiar a la vez a Galtieri y a la visión progresista de “los chicos de la guerra”. Como jefe táctico de un grupo de artilleros correntinos que fue “el primero en entrar en combate y el ultimo en rendirse”, Balza construye su band of brothers mestiza que lo separa tanto de los generales de escritorio de la dictadura y la guerra como de la clase media porteña preocupada por que no bombardeen Buenos Aires. Balza enuncia su adhesión al régimen democrático desde un “lugar social” que es más civil que militar, y además hace un recorte conceptual que echa ruido sobre algunos acordes de la sinfonía del sentimiento de La República Perdida (o mejor dicho, de lo que la película no alcanza a narrar) y dice: el partido militar nace en 1955 y muere en 1990. Podría decirse que dice Balza: en 1983 había llegado la democracia como política pero no como poder, y los carapintadas germinaron sobre esa grieta.

Medio siglo de proclamas militares

Balza afirma que todos los golpes de estado fueron cívico-militares, pero no usa el término con la finalidad reformista de la historia que el discurso de los derechos humanos estandarizó en estos tiempos para referirse al apoyo del establishment al partido militar, sino que lo amplía a una adhesión más silvestre de los partidos políticos y de la sociedad como parte de una progresiva naturalización social. Esta lectura de la dinámica del partido militar tiene un principio de enlace con la que hace Claudio Uriarte en Almirante Cero: en una estricta dimensión política, la persistencia del partido militar como actor enquistado en el sistema político tiene que ver más con un problema de representación que con un problema de legalidad constitucional. Del ’55 en adelante, el radicalismo no pudo aprovechar las ventajas de la proscripción para armar un proyecto de masas, y a partir del ’73 fue el peronismo el que no le pudo garantizar a la clase media una hegemonía pacificadora. Si en las sucesivas capas generacionales de una sociedad que en ese medio siglo sedimentó al partido militar como mal necesario y telón de fondo de una vida cotidiana que quemaba los últimos cartuchos de la movilidad social ascendente se puede rastrear el tubo de oxígeno que conectaba a los militares con la política, entonces se puede comprender por qué en a partir del ’83 no alcanzaba ya con la invocación del Preámbulo para afrontar y resolver la persistencia carapintada.

Balza hubiera querido ser el elegido de Alfonsín, pero el que lo eligió fue Menem.

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Con el juicio a las Juntas, Alfonsín quiebra la dinámica histórica del partido militar: los que gobernaron son castigados por el asalto al poder. Alfonsín es el político que mejor lee las consecuencias políticas del Proceso: la opción por la represión ilegal desemboca en un caos jerárquico que destruye la cadena de mandos de las fuerzas armadas y detona desde adentro la capacidad operativa del partido militar. Pero al mismo tiempo percibe que ese poder no va a renunciar a su propia inercia (a cincuenta o cuarenta años de historia) hasta chocar con otro poder que lo enfrente y lo extinga. Sobre ese vacío empieza a girar el alfonsinismo: piensa que decisiones civiles como sacarle el manejo de la gendarmería y la prefectura al Ejército o la reducción presupuestaria (aunque no de unidades) o el Punto Final deterioran automáticamente el poder de fuego del partido militar, pero la realidad es que la insubordinación es un juego de poder que está insoportablemente vivo.

la persistencia del partido militar como actor enquistado en el sistema político tiene que ver más con un problema de representación que con un problema de legalidad constitucional

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La plaza de la Semana Santa de 1987 es casi documental, viene con un veredicto bajo el brazo. La clase media se moviliza para decir que no quiere más al partido militar. Es una plaza que en sus temores y temblores se anima a decirle a los militares que “no vuelven más” pero que en su masividad no deja de echarle un fardo a Alfonsín: se podría decir que esa multitud le estaba pidiendo “algo más”, que el Estado produjera cierta clase de política, y que quizás cuando Alfonsín volvió de campo de mayo para tranquilizarlos con el hit “la casa está en orden” lo que hizo fue pronunciar una palabra pendiente, una deuda, una promesa: la sociedad ya no avalaba al partido militar, ahora pedía un partido del orden.

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¿Cómo interpretó la política el conjunto de episodios militares y civiles del primer alzamiento carapintada? ¿Qué pensó Jesús Rodríguez que pensaba la multitud que se agolpaba a las puertas de campo de mayo mientras él les decía que no entraran en las provocaciones de los insurrectos? Alfonsín dijo “me quedé solo” y ahí talló en piedra su lectura de la correlación de fuerzas contra el partido militar de una vez y para siempre. De cara a los siguientes dos levantamientos, Semana Santa dejaba una brecha entre el palacio y la calle: los carapintadas eran absolutamente rechazados por la sociedad, pero en su charla privada con el gobierno se cargaban a Ríos Ereñú y se llevaban la Obediencia Debida. En la práctica se reafirmaba la lógica intervencionista del partido militar que Alfonsín buscaba eliminar. La insubordinación garpaba.

Del partido militar al partido del orden

Balza es el militar sin pasado que espera una mirada de Alfonsín. Pero Alfonsín no lo ve, y Balza documenta “los errores de interlocución”, fustiga la no-represión a los carapintadas y los acuerdos. Balza hubiera querido ser el elegido de Alfonsín, pero el que lo eligió fue Menem. El paisaje de Villa Martelli ya es distinto. Hay muertos y heridos civiles entre quienes habían ido a tirarle piedras a los alzados y la no represión de parte de las tropas leales ya es vista menos como un boicot de la cúpula del Ejercito y más como una debilidad política del gobierno. Alfonsín y la UCR se apegan a la mera capitalización política del conflicto y la televisión pública pide desesperadamente ir a plaza, pero ahora la sociedad no se siente tan atraída por el videograph titilante que reza democracia o dictadura ni por los sintetizadores andinos de Lito Vitale que musicalizan el conflicto, los votantes dicen yo ya fui hace un año y pico y llevé a mis hijos, qué más querés, arréglalo vos hermano, no me jodás, tengo otros quilombos, no me alcanza la guita, hay mucha inflación, los negros salen a saquear, esto no se banca más. El peronismo se despega y constata en esa plaza con más banderas rojiblancas y rojinegras que celestes y blancas que la cuestión carapintada pasó a ser un problema democrático que ya no podía solucionarse desde y con la sociedad sino pura y exclusivamente desde el Estado.

Semana Santa dejaba una brecha entre el palacio y la calle: los carapintadas eran absolutamente rechazados por la sociedad, pero en su charla privada con el gobierno se cargaban a Ríos Ereñú y se llevaban la Obediencia Debida. En la práctica se reafirmaba la lógica intervencionista del partido militar que Alfonsín buscaba eliminar

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En las últimas escuchas telefónicas de Cristina se la oye decir: la verdadera renovación del peronismo fue Menem. Sin pretender contradecirla, se podría decir que la renovación del peronismo tuvo dos fases. Carlos Grosso y compañía forjaron los cimientos de una renovación intelectual y dejaron una especie de manual operativo para la toma del poder. Pero luego de esta primera etapa, había que pasar esas ideas por el tamiz electoral para ver cuales sobrevivían como praxis de poder; la Renovación fue exitosa porque dotó al peronismo de un modelo de representación que Menem utilizó para llevarlo a la victoria. En ese sentido, el menemismo expresa una segunda etapa de la renovación: la renovación del ejercicio de poder. Entre Semana Santa y Villa Martelli se produce un hecho clave: Menem le gana la interna a Cafiero, y el peronismo se lanza a un proceso voraz de acumulación, con una concepción de poder muy distinta al alfonsinismo. Para Alfonsín, los carapintadas son inenarrables, hay un límite que no le permite incidir en la interna militar. Para el menemismo todo es representación, desde los carapintadas con el sueño trasnochado de un “ejército nacional” hasta los ex montoneros que cumplirían su probation weberiana en las cuevas de la Secretaría de la Función Pública bajo las órdenes de la compañera Claudia Bello.

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El arranque del menemismo en el poder se puede graficar como un gran gesto intuitivo de ensayo y error, pero si había un tema “planificado”, era justamente el referido a la cuestión militar. De las memorias de Balza se puede deducir la doble vía elegida por Menem: desde un punto de vista político, Menem sostiene su vínculo con Seineldín para tenerlo cerca como se tiene a un enemigo íntimo, pero desde lo institucional (es decir, desde los lugares efectivos de poder en el Ejército) la apuesta es por Balza. Menem lo sostiene dentro de su primera cúpula castrense (en contra del acuerdo Caridi-Cáceres-Seineldín que subyace a Villa Martelli) y en 1990 lo impone como subjefe del Ejército. Como buen demócrata, Balza se enoja con el runfleo del menemismo, se indigna de que hablen con los carapintadas pero la realidad es que Menem no les da poder. Lo único que les da es el indulto.

El gran slogan neoliberal que volvía en aquella época se sobreimprimía con otro sentido ante la cuestión militar: achicar el ejército era agrandar la democracia.

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Es evidente que Menem concede el indulto porque sabe que los carapintadas se van a volver a alzar. La insubordinación garpaba. En este sentido el indulto es un sacrificio jurídico en favor de una operación política que prepara el terreno para la liquidación efectiva del partido militar. Después de una concesión tan grande (hecha directamente por el presidente) no quedaban excusas negociadoras ante un nuevo alzamiento, y Menem quedaba legitimado a hacer aquello que Alfonsín había eludido en los alzamientos previos. Menem comprendió que no alcanzaba con las urnas ni la investidura para matar la flexión fragotera de los milicos, y encontró en Balza un ejecutor leal de aquello que había surgido como un rumor subterráneo en la plaza de Semana Santa: lo que la sociedad quería era que el poder democrático hiciera con los militares carapintadas lo mismo que el poder militar había hecho tantas veces contra el poder civil y la sociedad. Un ejercicio final y definitivo de represión incondicionada.

La gestión Balza es también la constatación de otro gran salmo silencioso que instaura el orden democrático: que el desmonte del partido militar no se podía hacer de manera selectiva.

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Los números del levantamiento carapintada del 3 de diciembre de 1990 sirven para poner en contexto la magnitud del problema militar, por más que se expresara como un simple vandorismo residual de los mandos subalternos: siete focos de insurrección, 1300 efectivos alzados. En Semana Santa fueron 400, en Villa Martelli 800. Balza lo explica en su libro: había que suturar la adhesión creciente de los suboficiales a los alzamientos (“la sovietización” dice Balza), había que evitar que los carapintadas usaran la inestabilidad democrática como paritaria. La tendencia demostraba que para 1990, el problema del partido militar estaba lejos de extinguirse si ese día Balza no bombardeaba a mansalva el Regimiento de Patricios (quizás con los mismos cañones que había usado en Malvinas) o si Menem atendía algún llamado de los carapintadas en armas que se morían por negociar.

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La represión exitosa del 3 de diciembre de 1990 es el hecho político que fija la nueva correlación de fuerzas del poder civil y le da un contorno definitivo al orden democrático. Para el peronismo menemista fue un punto de inflexión que lo sacó de una política defensiva cuya única virtud había sido aguantar ante una serie de hechos que hoy serían considerados banalmente como causales de helicóptero (el corralito del Plan Bonex y dos hiperinflaciones), y lo colocaba como el garante de una estabilidad política que le permitiría a la democracia pasar a centrarse en su relación con la economía y el mercado. Por primera vez el peronismo sin Perón volvía a sentirse hegemónico, y la supresión del partido militar fue la base política de un proceso que se blindó cinco meses después con el inicio de la Convertibilidad.

Es evidente que Menem concede el indulto porque sabe que los carapintadas se van a volver a alzar. La insubordinación garpaba. En este sentido el indulto es un sacrificio jurídico en favor de una operación política que prepara el terreno para la liquidación efectiva del partido militar

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La gran ventaja de Balza cuando asume la conducción del Ejército en 1991 es que al estar destruido el partido militar pudo construir desde cero una nueva cadena de mando, con otra doctrina institucional, más acorde con una transición a la subordinación civil que no cesó con la represión final a los carapintadas, sino que se consolidó como política de Estado en la eliminación del servicio militar obligatorio, en la autocrítica de la Obediencia Debida en el prime time de Tiempo Nuevo que obró como señal política para activar los juicios por robo de bebés (ese grifo que había dejado abierto la democracia para cuando el partido militar no existiera) que devolvían a la cárcel a los militares indultados.

La gestión Balza es también la constatación de otro gran salmo silencioso que instaura el orden democrático: que el desmonte del partido militar no se podía hacer de manera selectiva. Arrasar “la historia” del partido militar implicaba arrasar con toda intervención política, social y económica del Ejército, e inclusive arrasar, durante un largo tiempo, con toda política de defensa. La Argentina posmoderna se fraguó en esa secularización militar infinita: la tarea democrática diaria era separar cada vez un poco más a las fuerzas armadas del Estado. El gran slogan neoliberal que volvía en aquella época se sobreimprimía con otro sentido ante la cuestión militar: achicar el ejército era agrandar la democracia.

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