
Piglia decía que lo que roban los escritores son los tonos, no las ideas. Lo que parece sugerir cierta primacía de la forma sobre el contenido. Al menos en un principio el qué se narra va detrás del cómo se narra. El escritor sabe que historias hay a rolete; prácticamente no hay otra cosa, pero el tema es encontrar la mejor expresión para eso que se quiere decir o, en el mejor de los casos, contar. Cervantes encontró (sin saberlo, claro) una forma de procesar las novelas de caballería de su época. El mismísimo Quijote es la forma que le dio a su expresión de la época. ¿O qué sería Nietzsche sin los aforismos? Una estructura lógica y concatenada destruiría la forma nietszcheana, el pensar negador y emancipado. O qué sería de Freud sin su estilo de escritura, de su vacilación, de su conciencia, de su revisar constante como Sartre (que aconsejaba pensar contra sí mismo).
Todos son sus teorías y sus historias, pero también el modo en que las expresaron. No es casual que, cada tanto, se descubra a un autor. Pero lo que se descubre en realidad no es al escritor en sí, no es una “bio” la que vuelve, sino una “grafía”: la forma que inventó. Y esa forma que vuelve no deja de ser un “resto”, lo que queda. Porque un escritor es un conjunto de restos que no hacen más que sobrevivirlo. Los textos son los restos que nunca velamos. Son pilas de textos que con el tiempo llamamos “obra”. Y, como dice Mónica Cragnolini en Derrida, un pensador del resto, esa “restancia” es lo que impide que los textos se cierren y queden a la vez “abiertos, expuestos e indescifrables”. Siempre están ahí disponibles. No se puede cerrar ni clausurar el sentido.
Una escritura improductiva, como diría un Bataille. El lector ignora. Es feliz o desdichado, pero no sabe de la duda, de la tachadura
Y esos restos se convierten en marcas en otros. Y algo de ellas llega hasta nosotros y las tomamos como propias y hay que escribir para despojarnos. O como Macedonio: nacer y despojarse. “Como no hallo nada sobresaliente que contar de mi vida, no me queda más que esto de los nacimientos, pues ahora me ocurre otro: comienzo a ser autor. De la abogacía me he mudado hace poco, estoy recién entrado en la literatura… no tengo el primer lector”, escribe. Pensador y escritor, Macedonio ha tenido que vaciarse a sí mismo, se ha visto sin forma, o peor: es la forma detrás de la forma, lo que no comienza, o lo que comenzará, su propio Mazo de Oz.
Escribir es un tránsito. Un verdadero camino des-figurado o des-formado hasta que se encuentra algo. Escritor es el que escribe, escritor es el que da forma. Pero también es el poseído. Por un momento hay que ser Borges y sospechar que un mundo puede surgir de la conjunción de un espejo y una enciclopedia o que en un punto hay infinidad de puntos. O leer, distraído, La Mayor, y creer que, no, tal como pensamos, nos atrapa, ese, digamos, ritmo, incesante, que hace de Saer, único, pero ya sabemos que otros, ellos, antes, ya podían imaginar eso.
Pero el lector nada sabe de esto. Lee. Punto. Abandona o sigue. Pasa a otra cosa. Mientras tanto, hay que escribir frases que tengamos la capacidad de borrar. O escribirlas para, justamente, tener la posibilidad de borrarlas. Una escritura improductiva, como diría un Bataille. El lector ignora. Es feliz o desdichado, pero no sabe de la duda, de la tachadura. La cantidad de cosas que hay en nuestras papeleras no tienen nombre. Ahí está todo lo que creímos una genialidad pero eran sólo ideas trasnochadas, las enumeraciones que le robamos a Cortázar, las imágenes del viejo Buenos Aires para leer en el tranvía, la generación poética del ‘22, los tangos que silbamos escribiendo, las citas de Sartre, las discusiones, los apuntes, los temples del ánimo y todas esas cosas que no son fundamentales para la vida, pero que no se puede vivir sin ellas.
Macedonio ha tenido que vaciarse a sí mismo, se ha visto sin forma, o peor: es la forma detrás de la forma, lo que no comienza, o lo que comenzará