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07 de abril 2017

Martin Schapiro

SIRIA: MENSAJES EN LA BOTELLA

Tiempo de lectura: 4 minutos

No fue la primera acción militar del gobierno de Donald Trump en el extranjero. Tampoco la más mortífera. Decenas de civiles fallecieron en desde enero víctimas de la campaña de ataques aéreos con drones sobre Yemen, una herencia de Obama a la que la nueva administración intensificó y desproveyó de anteriores pruritos. Y sin embargo, el casi quirúrgico ataque contra una base aérea Siria, ocurrido en las primeras horas de hoy, es el primero con presencia unánime en las portadas de los medios internacionales, y la primera demostración de la orientación de la política militar norteamericana.

El episodio de comienzos de semana en la provincia de Idlib, en el que casi una centena de personas murieron tras ser atacadas con gas sarín proveyó de justificación a la acción norteamericana. El régimen de Bashr Al Assad se encontraba, hasta ese momento, en la mejor situación coyuntural desde el estallido de las masivas protestas de 2011 que, en tiempos de primaveras árabes, dieran inicio a la guerra civil. Tras meses de sitio, apoyado por las fuerzas rusas, iraníes y del Hezbollah libanés, el ejército sirio recuperó a finales del año pasado la ciudad de Aleppo, bastión de las fuerzas rebeldes, y extendió el dominio gubernamental sobre las regiones más relevantes del país, a excepción de las zonas de influencia kurda y Raqqa, capital del Estado Islámico. La última semana, la embajadora norteamericana en la ONU había asegurado que derrocar a Bashr Al Assad había desaparecido de las prioridades de su país, enfocado en derrotar a ISIS y, en general, en fortalecer la campaña antiterrorista. Idlib, hegemonizada por la rama siria de Al-Qaeda, sirvió de refugio para los derrotados de la recuperación de Aleppo, pero no constituía un objetivo indispensable o siquiera inalcanzable para el régimen.

Trump busca mostrar que su disposición actuar unilateralmente cuando lo considere oportuno para los intereses vitales de su gobierno excede la mera retórica.

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Un ataque aéreo con armas químicas no encontraba, entonces, sentido estratégico. Inexorablemente repudiado, devuelve los ojos del mundo sobre la crueldad de un régimen cuya continuidad, en mayor o menor grado, todos los actores internacionales relevantes parecían haber aceptado, fortalece los relatos de críticos y disidentes y hace bastante más intragable cualquier acuerdo de paz posible.

Prohibidas por las convenciones internacionales en la materia, Assad parecía haber entregado el grueso de sus reservas de armamento no convencional en 2013, cuando tras la matanza de Ghouta, un ataque químico que costó la vida a cientos de personas, aceptó someterse a inspecciones de Naciones Unidas y destruir su arsenal. Dado el contexto, parecería haber razones para sospechar sobre la autoría del hecho, que el gobierno sirio niega. Sin embargo, nadie excepto el gobierno sirio y sus aliados ocupa el espacio aéreo en el lugar donde ocurrió el ataque. Asimismo, varios expertos desechan la viabilidad técnica de la explicación oficial siria, abrazada por Rusia, según la cual el arsenal químico podría pertenecer a las fuerzas rebeldes y haberse liberado tras ser atacadas sus reservas de armamentos.

Sin una investigación oficial aceptada, lo cierto es que tanto los antecedentes como la evidencia en el terreno apuntan a Al Assad. Un régimen que, fortalecido en su dominio territorial, y respaldado en su continuidad por la hiperpotencia adversaria, decide lanzar un ataque con armas prohibidas, supone un desafío objetivo contra el orden internacional. Obliga a elevar las alertas de países vecinos como Israel, Turquía y Arabia Saudita, al tiempo que, de quedar impune, promueve que otros gobiernos con poco aprecio por los derechos fundamentales repliquen comportamientos que las convenciones internacionales prohíben enfáticamente.

Puesto en cuestión tanto su liderazgo en materia económica como moral, los Estados Unidos continúan ejerciendo una supremacía incuestionable en el ámbito militar. Con un presupuesto que supera ampliamente a la suma de todos sus posibles rivales, amplia ventaja tecnológica y presencia en todos los continentes, no aparecen amenazas avisorables a la hegemonía bélica norteamericana.

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Sin embargo, los desafíos para el poder norteamericano se multiplicaron tras las costosas invasiones de Irak y Afganistán. Desde el Mar del Sur de China hasta el programa de misiles balísticos iraní, desde la incorporación de Crimea a la Federación Rusa hasta las pruebas nucleares norcoreanas, los Estados Unidos no encontraron, en general, modos efectivos de dar respuesta a las amenazas estratégicas a su lugar como gendarme global. Si la aproximación de Obama, más abierta al multilateralismo, aportó algunos logros a la agenda norteamericana (acuerdo nuclear con Irán, intervención militar en Libia bajo el paraguas del Consejo de Seguirdad de la ONU) y otros fracasos estruendosos (la propia Siria, Crimea), Trump optó por el unilateralismo como doctrina y la amenaza militar velada como forma de responder a cualquier muestra de rebeldía. Así, el Director de Seguridad Nacional “anotició” a Irán respecto de su programa balístico, Donald Trump en persona aseguró que si China no resolvía Corea del Norte, “nosotros lo haremos”, y abrió la caja de pandora cuando el gobierno amenazó con asegurar por la fuerza sus intereses en el Mar del Sur de China.

El ataque contra la base siria, coincidente con la visita oficial del presidente chino, Xi Xinping a los Estados Unidos, y una semana antes de la visita del Secretario de Estado, Rex Tillerson, a Rusia, constituye un mensaje cuyos destinatarios exceden con mucho a Al Assad. Con fama de dureza en cualquier negociación, Trump busca mostrar que su disposición actuar unilateralmente cuando lo considere oportuno para los intereses vitales de su gobierno excede la mera retórica.

El blanco elegido, una instalación militar, dando aviso previo a las autoridades rusas para evitar daños colaterales, y tras un ataque que cosechó repudios unánimes en su país y en el exterior parecen un escenario calculado para evitar una escalada. Sin embargo, una respuesta de Siria o de Hezbollah, sobre los más de mil militares desplegados junto a las fuerzas kurdas para el combate contra el Estado Islámico tendría consecuencias imprevisibles.

¿Que haría Trump, llegado el caso, si Rusia incrementa su control sobre el territorio aliado, obstruyendo las operaciones norteamericanas? ¿Está dispuesto a un despliegue militar en el extranjero? El nuevo presidente no parece dispuesto a embarcarse en un esfuerzo militar que nadie en su país le pide, y sin embargo, como tantas veces, podría encontrarse envuelto en una situación tan indeseada como inevitable. Decidir enviar un mensaje supone siempre exponerse a la respuesta.

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