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09 de noviembre 2016

Martin Schapiro

RÉQUIEM PARA UN SUEÑO AMERICANO

Tiempo de lectura: 4 minutos

 

Disconformes con la vida que les ofrecía el imperio británico en las islas, los puritanos fueron los primeros colonizadores de aquel origen en establecerse en territorio americano, en la costa este de la porción boreal del continente. Un nuevo comienzo para aquellos disconformes con las normas y las ataduras de su tierra de arraigo, cuya ocupación servía al interés expansivo y las aspiraciones imperiales metropolitanas.

Poco de este esquema cambió con la declaración de independencia, en 1776, y la expansión al oeste legitimó el esquema, promovido desde el Estado, en el que los individuos llegaron, invariablemente, antes que las leyes.

Los pioneros de la fiebre del oro californiana, de la ocupación del medio oeste y de la frontera con los pueblos originarios, consiguieron sus tierras y expandieron sus riquezas a balazos, expandiendo a su vez al estado, que llegaría detrás con contratos, derechos de propiedad y ferrocarriles, para posibilitar la prosperidad de los nuevos territorios.

Lo que es bueno para expandir las empresas norteamericanas, por primera vez en la historia, no coincide necesariamente con lo que es bueno para sus trabajadores.

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Tierra de oportunidades, sin lugar para los débiles. Tal la arcilla que moldearía el famoso sueño americano y marcaría la entrada del país como actor de peso en el escenario capitalista global al inicio del siglo pasado.

Nórdicos, italianos, irlandeses, judíos y polacos, la huída de la pobreza, la violencia o la persecución de sus sitios natales, permitieron con su incorporación en la sociedad expandir el mercado interno, aportando el ejército de consumidores y trabajadores que, con el inmenso y rico territorio disponible, convirtieron al país del norte en una potencia prácticamente autosuficiente. El control de ese mercado interno proveyó las condiciones para que las ventajas de ganar grandes guerras mundiales combatidas lejos de casa permitieran consolidar un proyecto imperial a la vez generador de riquezas, receptor primario del comercio global y, en consecuencia, culturalmente hegemónico.

Tras la caída, relativamente incruenta, de la cortina de hierro, la movilidad de los capitales, el abaratamiento de los costos de logística y el surgimiento de nuevos mercados de trabajo y consumo de cientos, y potencialmente miles de millones de sujetos en Asia, con eje en China, estaban llamados a expandir el esquema y moldear el mundo entero según la imagen y deseos estadounidenses.

Pero ese mercado expandido a escala global, con sus raíces lábiles contenía, junto a su enorme potencial, su propio veneno.

¿Por qué producir en los Estados Unidos cuando un trabajador asiático puede hacer la misma tarea por una fracción ínfima del salario? ¿Cuál es el sentido de repatriar los ingresos empresarios, si la riqueza puede mantenerse accesible en el extranjero, lejos de los altos impuestos corporativos norteamericanos? Lo que es bueno para expandir las empresas norteamericanas, por primera vez en  la historia, no coincide necesariamente con lo que es bueno para sus trabajadores. La estrategia global de preservación como única hiperpotencia se pagó en empleos industriales e ingresos de pequeños comerciantes, incapaces de competir con los productores asiáticos. Generaciones mirándose en el espejo de sus padres, que encuentran que, para ellos, todo es más difícil y que los mayores esfuerzos traen menores recompensas. Los migrantes, en cambio, constituyen la actualización política y doctrinaria del sueño americano. Los pioneros, adaptados al nuevo mundo y dispuestos a hacer lo necesario para cumplir su rol en el sistema.

El Estado de California, una de las regiones más ricas del mundo, se encuentran el Condado de Los Angeles, el más poblado del país, y Silicon Valley, sede de las empresas tecnólogicas, las de mayor cotización bursátil. En el Condado de Los Angeles, el 48% de la población es de origen latino, mientras los blancos no hispanos son apenas el 28% del total. Hace cuarenta años, unos eran el doble y los otros, menos de la mitad. En Silicon Valley, un tercio de los científicos e ingenieros son inmigrantes. Lo son, también, en enorme proporción, los CEO’s. Los proletarios latinos, dispuestos a vender su fuerza de trabajo en peores condiciones que sus vecinos sajones, sostienen el sistema, garantizando precios accesibles para hamburguesas, entradas a parques de diversiones y cortes de césped, mientras construyen sus sueños de progreso mirando a El Salvador, Honduras o el Michoacán rural. Los otros constituyen la vanguardia de la productividad global, para los que Estados Unidos representa la posibilidad cierta de amasar una fortuna, y ellos, Apple y Android mediante, representan la garantía de la primacía de los Estados Unidos como exportador del deseo.

Los migrantes, en cambio, constituyen la actualización política y doctrinaria del sueño americano. Los pioneros, adaptados al nuevo mundo y dispuestos a hacer lo necesario para cumplir su rol en el sistema.

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El desarrollo desigual y combinado norteamericano encuentra más postergados a los moderadamente privilegiados que a aquellos que, en homenaje a la historia nacional, llegan para construir su destino sin nada que perder.

“América” es grande porque, aún en su crueldad, creció siempre moldeando el futuro y expandiendo las fronteras. Trump representa la ilusión de volver a un pasado irrecuperable, reconstruir un capitalismo cómodo, en contra del desarrollo de las fuerzas productivas que su país ayudó a moldear. Si tal posibilidad es ilusoria, el stock de armas que la presidencia pone a su disposición, hacen que los peligros de intentar aquella empresa sean bien concretos

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