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12 de junio 2017

Luciano Chiconi

OPERACIÓN MÉXICO

Tiempo de lectura: 9 minutos

Las elecciones celebradas el pasado domingo 4/6 en cuatro estados de México sirvieron para definir tres gubernaturas, cientos de presidencias municipales y miles de cargos legislativos, pero básicamente marcaron el inicio de los posicionamientos políticos de cara a las elecciones presidenciales de 2018, en la cual se jugarán las chances de una nueva variación de las hegemonías volátiles en el marco de minorías de tres tercios que segmentan y consolidan al nuevo sistema político que nació luego del fin de la hegemonía del PRI en el 2000. Sería temerario extrapolar los resultados provinciales del domingo (disimiles entre sí y digitados por la lógica local) a la contienda nacional, pero la tendencia de las preferencias sincronizada a un mapeo regional de las potencialidades partidarias históricas, permitirían localizar dónde están las fortalezas y debilidades de los partidos que quieren pelear por la presidencia.

En ese sentido, la victoria del PRI (en un bastión histórico que simbólicamente equivale a ganar en la Provincia de Buenos Aires o La Matanza), la gran elección de MORENA (el neopartido que fundó López Obrador luego de romper con el PRD) y el desplome inesperado del conservador PAN (a pesar de llevar a una ex candidata presidencial a la puja por la gubernatura) en el Estado de México, que tiene el padrón electoral más grande del país (13% del total), permite ver que las condiciones internas y externas favorecen como nunca antes a la figura de López Obrador, pero que pese al desgaste de la segunda parte del sexenio, el gasolinazo y el efecto Trump, el PRI conserva un piso de votos que todavía no parece invadido por la estrategia electoral de la izquierda.

Ni yanquis ni marxistas

La política mexicana, a diferencia del mosaico sudamericano de los últimos quince años, no satisface plenamente aquella pulsión ditelliana de la politología tendiente a subsumir la disputa del poder entre dos coaliciones, una de centroizquierda y otra de centroderecha, que a su vez se encarguen de digerir “viejas identidades” bajo un formato más posmoderno. México todavía se aviene a una tradición de “partidos”, y a esa singularidad se agrega la existencia misma del PRI como partido nacional de masas, pero también y acaso principalmente como el heredero cultural de una revolución de los pobres que no fue de izquierda sino nacionalista-liberal (en ese orden), y que por lo tanto se desenvolvió bajo la sordidez silvestre de La Bola, lejos de la tutela disciplinaria de la ideología; como parte de esa singularidad también habría que leer la veneración casi religiosa del pobrerío en armas a un “terrateniente bueno” como Francisco Madero. En esa variante “desorganizada” de lo popular queda fraguada, más que una política, una cultura, y toda una trama de ansias y frustraciones “literarias” de la revolución, que respiran como nunca en las crónicas de John Reed.

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Durante décadas, el PRI encarnó esos valores “a institucionalizar”: la educación socialista de Calles, el nacionalismo económico de Cárdenas, la desmilitarización partidaria de Ávila Camacho, la sustitución de importaciones de Alemán, los desarrollismos módicos de los ’50-’60. En ese proceso, el PRI representó la construcción del Estado mexicano desde cero, y no tan solo la expresión de una opción partidaria, situación que explica la tolerancia social al régimen fáctico de partido único.

En esos años, el PRI construye una burocracia y acopia para el Estado el manejo de ciertos recursos estratégicos que lo autonomiza del poder económico privado, le permite negociar, y a la larga formar una casta pública profesional (los juniors de PEMEX, etc.) que se relaciona con los pobres a través de la pura acción estatal y un manejo certero de la política territorial rural. Detrás de esa decisión política se escondían algunas exclusiones sociológicas: las aristocracias propietarias y católicas que forman el PAN, y la clase media universitaria. El PRI evitaba incorporar a su alianza política sectores sociales que juzgaba minoritarios y que, en el caso de la clase media universitaria, consideraba que le generarían un debate distorsivo sobre la relación operativa del Estado con los pobres que resentiría las bases de su hegemonía.

el PRI representó la construcción del Estado mexicano desde cero, y no tan solo la expresión de una opción partidaria, situación que explica la tolerancia social al régimen fáctico de partido único.

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En todo caso, y a diferencia del peronismo, el PRI trató de contener a la izquierda cultural financiándole un mercado académico de excelencia (el Fondo de Cultura Económica, la UNAM, las revistas culturales) que satisficiera su autarquía intelectual y así evitar que se inmiscuyera en la política práctica. Se podría decir que el PRI nunca apeló a los intelectuales orgánicos para defenderse, ni tuvo un productor de contenidos propagandísticos como Raúl Apold, y que esa táctica fue exitosa durante cierta fase del “progreso mexicano”; cada vez que el PRI tuvo que renovar sus credenciales culturales frente a la sociedad, no optó tanto por las ideas como por las imágenes, y apeló al cine (ese gran consumo popular y femenino que crecía al calor de la expansión de la sustitución de importaciones del ’40) como vehículo refundador del mito de la revolución y de una estetización novedosa de la identidad y el pasado mexicano.

Esa producción formal creada por los nuevos autores de la pujante industria cinematográfica se puede verificar en la extraordinaria trilogía revolucionaria (crítica) de Fernando de Fuentes, pero más centralmente en las películas de Emilio “Indio” Fernández, quien, como dice Carlos Monsiváis, con dos herramientas precarias como el nacionalismo y el melodrama, construye la épica de la nación en el celuloide de acuerdo al legado de Eisenstein (la revolución es la nueva cultura y por el rostro popular se transfigura la nación) y con una intuición similar a la de John Ford para recrear el pasado estadounidense.

La eficacia de esta hegemonía se resquebraja con la matanza de los estudiantes de Tlatelolco en 1968. El hecho configura el máximo grado de represión del régimen sobre la sociedad hasta esa fecha, y para el PRI se inicia un declive irreversible de su legitimidad. En los setenta, el gobierno intenta una apertura cultural: a través del CONACINE se financia un cine de denuncia que ensaya una autocrítica sobre la represión del régimen (películas como Canoa o El Apando exhiben con crudeza y realismo los pecados violentos de las instituciones priístas) que más allá del valor artístico, no tiene ningún impacto sobre la política concreta: las movidas del PRI ya no tenían la eficacia de antes, y el gobierno paga el costo de no haber introducido a tiempo a grandes franjas de la creciente clase media dentro de la ecuación partidaria. Desde el campo intelectual, Octavio Paz activa la pregunta por ese ogro filantrópico llamado Estado mexicano, y anticipa el debate por venir: la necesidad de contar con un partido progresista que equilibre al sistema político.

La caída del sistema

En 1988 ocurren dos hechos clave para la política mexicana: el PRD (una escisión por izquierda del PRI) sale segundo en las elecciones presidenciales, luego de un eclipse momentáneo en el recuento de votos. Más allá de la discusión por el fraude (que de algún modo termina por moldear el hábitat urbano de la izquierda mexicana), la incapacidad del PRI para absorber el malestar social sumado al giro liberalizador de la economía en toda la región latinoamericana, termina por habilitar el camino hacia la transfiguración del sistema político. Si bien el PRI deja el poder en el 2000, en 1988 ya se verifica el embrión tripartito PRI-PAN-PRD que se consolidaría durante la hegemonía panista (2000-2012); el otro hecho clave de aquel año es la llegada de Luis Donaldo Colosio a la conducción del PRI. Desde el partido y desde el ministerio de Acción Social, Colosio arma el contrapeso interno contra Salinas de Gortari, se muestra como el ala popular del partido, fomenta las internas, la incorporación de cuadros, plantea que en las listas tienen que cobrar los que trabajan el territorio, que el PRI debe renovarse para sostener y ampliar su hegemonía. Colosio advierte los riesgos de la estatalización del partido. Por otro lado, comprende que los valores de la revolución quedaron lejos de las nuevas generaciones: es decir, comprende que el PRI debe asumir el ritual demoliberal moderno a la hora de relegitimarse electoralmente. Los intentos renovadores de Colosio dan cuenta de la clara percepción que el propio PRI tenía de la extinción de su hegemonía fundacional, mucho antes de su salida efectiva del poder.

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De manera bastante efectiva, bajo los doce años conservadores de Fox-Calderón fluyó el río profundo del cambio en el sistema político: 1) hubo una depuración natural que transformó al PRI en una minoría de tercios equivalente al resto de los partidos, y 2) el PAN logró perforar un segmento del voto rural histórico del PRI, básicamente gracias a la profusión de planes sociales focalizados creados durante la gestión de Fox. Como el viejo mito moderno de la construcción del Estado había muerto, sus condiciones “oscuras” de acumulación política (el fraude, la compra de votos, el clientelismo) perdieron la relevancia que alguna vez pudieron tener para digitar los resultados electorales. En general, los errores de apreciación de la política mexicana actual se producen cuando el análisis político evalúa a este PRI hoy en el poder como si fuera ese gigante vertebrado de ayer.

2018: la carrera hacia Los Pinos

La nueva estabilidad volátil del sistema es la que hace que el retorno del PRI al poder en 2012 tenga esa “debilidad hegemónica de origen” que obligó a Peña Nieto a conformar el Pacto por México con el PAN y PRD para aprobar una serie de reformas primero, y debilitar la fuerza combativa de la oposición después. El abrazo del oso surtió cierto efecto: López Obrador dejó el PRD después de las elecciones y fundó MORENA, fracturando una vez más a la izquierda. Luego llegó la temporada baja del sexenio (Ayotzinapa, el gasolinazo, Trump) y a partir de allí Peña Nieto comenzó a hacer política defensiva. Hoy el PRI parece más enfocado a explotar su expertise territorial y trabajar en una reducción de daños que le permita defender un piso de votos, por lo menos hasta que se defina la sucesión. La elección de Estado de México fue una muestra cabal de esa estrategia.

Por esa razón, la pregunta central es qué hará la izquierda, que luego de la llegada de Trump al poder termina de encontrar las condiciones internas y externas que nunca tuvo para llegar al poder. El crecimiento sostenido del partido de López Obrador en los últimos años tiene la misma cartografía que la del PRD en sus inicios: crece desde el DF hacia el resto del país por la línea inmaculada de los votos urbanos. Sin embargo, mientras el PRD siempre se centró en un discurso de izquierda que ofertaba su propio proyecto popular, MORENA parece nutrirse más sustancialmente de un discurso anti-PRI, más republicano, que hace hincapié en el combate de “la mafia del poder”.

a diferencia del peronismo, el PRI trató de contener a la izquierda cultural financiándole un mercado académico de excelencia (el Fondo de Cultura Económica, la UNAM, las revistas culturales) que satisficiera su autarquía intelectual y así evitar que se inmiscuyera en la política práctica.

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Habría que ver hasta qué punto la apelación al “fraude” como recurso sistemático de campaña logra cohesionar una masa de votos urbanos de derecha o independientes que le permita a López Obrador alzarse con una mayoría. Hay que recordar que este gesto político se originó luego de las elecciones de 2006 con el “plantón” en Paseo de la Reforma y su investidura como “presidente legítimo” como respuesta a la derrota electoral, y que pese a que estas reacciones le disminuyeron la adhesión en las elecciones de 2012, volvió a mentar el fraude para impugnar la asunción de Peña Nieto y llamó a la “desobediencia civil” para desconocer la legitimidad de sus primeras medidas de gobierno.

Lo cierto es que López Obrador luce afianzado en su estrategia de soliviantar a las clases medias: parte de la gran performance de MORENA en Estado de México tuvo que ver con una absorción de votos urbanos al PAN, y no tanto al PRD. El dilema de la hora es saber cómo López Obrador construirá su mayoría, porque aunque él no lo exhiba en su discurso, el estilo cualunquista de sumar por “el centro” hace que mucha gente vote a MORENA “para terminar con el populismo, la corrupción y el clientelismo del PRI”; es evidente que puede ser una estrategia ganadora, si a eso se suma la percepción de que a medida que se acerque la elección y López Obrador se mantenga arriba en las encuestas, la chance de comerle la base social al PRD sin necesidad de ofrecerle un acuerdo es muy alta. Pero el problema es cómo se gobierna un país con esa composición conflictiva del voto que excluye “ideológicamente” al tendido estatal que interactúa con las mayorías rurales.

Tampoco se pueden soslayar las características del liderazgo de López Obrador (el “Mesías tropical”, como lo bautizó con agudeza Enrique Krauze) a la hora pensar alianzas. Su ruptura con el PRD tuvo bastante que ver con la necesidad personal de romper con todo límite partidista y formar un partido de opinión publica a su imagen y semejanza. La figura de López Obrador representa mucho más que su partido, mientras que el PRI y el PAN (y el PRD) dependen de la fuerza del partido para construir electorabilidad. Ante la coyuntura electoral, esta situación beneficia a López Obrador. Pero a la hora de formar gobierno, la incidencia de los partidos sigue siendo alta no solo para construir, sino fundamentalmente para retener poder.

La figura de López Obrador representa mucho más que su partido, mientras que el PRI y el PAN (y el PRD) dependen de la fuerza del partido para construir electorabilidad.

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El triunfo del PRI en el Estado de México evitó una disolución de poder demasiado anticipada para Peña Nieto que hubiera impactado negativamente en el proceso de sucesión, pero encendió la luz de alarma: el PRI ganó la gobernación con una merma del 40% de los votos históricos que en promedio sumó para ganar en las cuatro elecciones ejecutivas previas. Es un dato central, que explica la catarata de martingalas que se cranean en Los Pinos para ir a la elección presidencial: una alianza con el PAN, unas primarias con el PAN y el PRD, etc. Por ahora, sólo mesas de arena, pero que reflejan las carencias del PRI para fijar una propuesta autónoma ganadora. Sin embargo, detrás de esas carencias hay algunas certezas: la debacle o desaparición del PRI parecería estar lejos, al menos mientras la mayoría silenciosa rural vea la abstención como su única alternativa a votar al PRI. En ese sentido, ni la izquierda ni los conservadores han logrado sustituir con una opción superadora a lo que allí todavía representa el partido nacional de masas. Pero las cosas pueden cambiar en 2018, si el Estado cambia de manos. Manejar el Estado siempre te da otra oportunidad.

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