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19 de octubre 2016

Luciano Chiconi

LAGRIMAS DE CLASE MEDIA

Tiempo de lectura: 8 minutos

 

El 8 de octubre de 1985, Marta Lynch usó un 32 largo para dispararse un tiro en la sien. La bala, que tuvo un orificio de salida por la región paroccipital izquierda, atravesó después la madera del ropero de su dormitorio. Con el fin de su existencia física, se terminaba también un largo ciclo durante el cual la literatura argentina supo construir un cierto bestsellerismo político nacional que se había iniciado en los años posteriores a la caída del primer peronismo.

Ese interés de la ficción literaria mainstream por los hechos de su actualidad política (que va a marcar los ritmos del debate político en los medios entre los ’60 y los ’80) desaparece en el comienzo de los ´90, cuando la literatura política pasa a ser generada por el libro periodístico: la patota cultural del alfonsinismo ya había establecido las condiciones para que la izquierda cultural re-tomara el control filosófico y material del mercado literario como parte legitima de la victoria democrática, pero es con la llegada de Menem al poder cuando se afianza el mercado editorial bajo una lógica progresista más unidimensional de los productos políticos de la ficción y el libro periodístico, sin tanta variedad estética y autoral ante el discurso político-cultural “oficial” en el que se funda el orden democrático, con un subyacente acotamiento de los incentivos hacia el mercado lector playero de ficción más silvestre y casual.

Después del peronismo

Los años posteriores al ´55 disparan una nueva estetización de la política y los jóvenes escritores optan por un realismo que más allá de los estilos ambiciona “problematizar” la posición de la clase media frente a la política, y en especial frente al hecho maldito en fuga. Marta Lynch pertenece a una camada de escritores (la generación del ‘55) que tuvieron la ambición de narrar la ficción realista de los dos fenómenos políticos novedosos de la época: el peronismo y el frondicismo.

El pacto Perón-Frondizi era la ficción política que le permitía a ese grupo de escritores la ficción estética de adherir a una fórmula popular “por izquierda” sin abandonar el reflejo educativo antiperonista. David Viñas y el grupo Contorno ven en Frondizi a Kerenski, Beatriz Guido ve en Frondizi a Lisandro de la Torre, Marta Lynch ve en Frondizi a Frondizi. Todos adhieren a la UCRI, pero Marta Lynch, más outsider intelectual que el resto, no es todavía escritora y cuando diseccione la “traición” frondicista no va a describir la culpa intelectual frente a la frustración ideológica de un proyecto político, sino algo más frío y mecánico: los gestos espasmódicos de una subclase social frente a la perspectiva del poder.

En La alfombra roja (1962) Marta Lynch narra una versión del frondicismo que se aleja del deseo y decepción que signó estéticamente a la izquierda cultural que apoyó a la UCRI: votar a un peronismo prolijo por otros medios, la confluencia entre estudiantes y obreros, el mal necesario demo-burgués antes de la revolución, y luego la represión del conintes, la entrega del petróleo, la universidad privada, la pactocracia con el partido militar.

Lejos de esto, la novela de Lynch identifica al frondicismo con los bajos instintos de una clase media “estragada” (una palabra que se repite en el libro) que busca “salvarse” detrás del líder. La mano de obra política de Frondizi es retratada como un conjunto de esperpentos (“ganapanes” escribe Lynch) que buscan pasar al frente con la llegada al poder, lejos de la virtud tecnocrática con la que se estereotipó al partido desarrollista.

David Viñas y el grupo Contorno ven en Frondizi a Kerenski, Beatriz Guido ve en Frondizi a Lisandro de la Torre, Marta Lynch ve en Frondizi a Frondizi.

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La alfombra roja es la polifonía militante por la que desfilan punteros, viejos políticos de comité, la increíble rama femenina, las groupies del presidente y allá lejos, la multitud. No es novedosa la representación darwiniana de la política en la ficción, pero lo que logra Lynch en esta novela es algo específico que la literatura política de la época no alcanzaba a plantear: Lynch se vale de su experiencia frondicista (pública y privada) para “actualizar” la realidad de una clase media que se precariza cultural y materialmente con la incorporación estable de la ex clase baja peronista en el reparto de la movilidad social ascendente. Lynch detecta el mestizaje de la clase media de los sesenta y su nueva impronta vital: su drama no es ya el antiperonismo ni la soberbia cultural que la distinga de los morochos, sino hacerse fuerte existencialmente en la carrera de la movilidad social, preocupación política que comparte con los ascendidos peronistas. La “salvación” y sus tensiones se transforman en un rasgo estético clave del realismo social argentino, que va a tener su punto de elaboración más sofisticado y agudo en la literatura de Jorge Asís.

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Civiles y militares, padres e hijos

Las novelas de Marta Lynch se construyen argumentalmente a partir del malestar sentimental de la mujer moderna de los ‘50-‘60 bajo la técnica reflexiva francesa (Françoise Sagan, etc), situación que “empasta” la fluidez narrativa del hecho político nacional que se quiere contar y obliga al lector a desmalezar el texto para ir en busca del sentido político; Lynch no es una escritora erudita ni escribe “bien”, pero sus novelas documentan una virtud intuitiva para colocar los ingredientes políticos en la trama y hacer que de eso salga una narración fiel a los cambios políticos que se inoculaban a través de la epidermis de la clase media, más cercana a su naturaleza contradictoria y ambigua que a los clasismos binarios que el resto de la literatura bestsellerista argentina todavía estilizaba, sobre todo a la hora de narrar el decadentismo de las clases altas o el folklore cromático del “pueblo peronista”.

Un gesto reiterado de las historias de Lynch es la presencia sesgada de un yerno, un cuñado o un primo militar. No asumen un protagonismo narrativo, ni expresan a la jerarquía militar; más bien son “ovejas buenas” que desde una abstracta honestidad moral se diferencian de los pecados de la institución pero la aceptan en tanto es el último tren hacia la movilidad social tan codiciada. Esta contradicción permite ver hasta qué punto el partido militar estaba naturalizado como un jugador político aceptable para la sociedad sesentista, a partir de los cambios sociales que trae la apertura electoral irregular del ’58: el peronismo sufre la proscripción jurídica pero está obligado a jugar políticamente para no desaparecer. Perón entiende que el partido militar es un actor que incide sobre la correlación de fuerzas del sistema político, y troca la carta insurreccional por la carta institucional (salen Cooke y el basismo resistente, entran el neoperonismo y Vandor). La prosa de Lynch en Al vencedor (1965) y La señora Ordoñez (1967) logra transmitir ese “consenso civil” hacia la rama azul del partido militar y hacia una institución que todavía es vista como fértil para constituir un nervioso american way al uso nostro para la clase media plebeya.

La novela central del drama conflictivo de la movilidad social ascendente es La señora Ordoñez. En ese sentido, es la gran novela peronista de la clase media sesentista, lo cual explica en parte su nivel de ventas. La adhesión de una joven de clase media baja al peronismo del ’45 para “liberarse” de su familia gorila es la operación argumental con la que Lynch anticipa a la jotapé y el engorde, pero también las motivaciones filiales de la peronización juvenil de los ’70 en su faceta armada.

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En eso años, Marta Lynch había asimilado una idea que todavía el resto de sus colegas formados en el gesto fubista del ’45 no transferían a la ficción: que pese a la proscripción, el peronismo había “ganado” legítimamente su derecho a volver a ser parte democrática del sistema político; en esa “aceptación” se resumía la posición de la nueva clase media.

La señora Ordoñez se organiza en torno a esa idea: el peronismo ya no es solo una tradición popular que debe estetizarse como tal, sino que a través de identificaciones más calculadas y prácticas (y problemáticas) es también una cuestión de clase media. Blanca Ordoñez es una trepadora que se casa con un peronista rico en el ‘45, militan en la Alianza Libertadora Nacionalista, él muere en combate. Con precisión sociológica, Lynch enlaza la mera anécdota argumental con el clima real de fines de los ’60: la “orga” como elección de la clase media politizada, su viaje nacional (ALN-Tacuara-M) y el fracaso.

El caso Massera y la novela de la dictadura

Hay un adjetivo que condensa a la prosa de Marta Lynch: problemática. Quizás porque la relación entre clase media, poder y política sea problemática para el consenso cultural progresista que regula ese mercado de los sentidos: la clase-mierda, como fue bautizada en estos años tribales de batalla solo felizmente cultural. Marta Lynch, apalancada en el cruce fatal de la frivolidad y el bestsellerismo, construyó un personaje que terminó por opacar aspectos de su literatura que para nada expresaban esa pulsión cualunquista de adherir a todo lo que estuviera sucesivamente en el poder (Onganía, Perón, Montoneros, el Proceso) que habita (también) en las contradicciones de la clase media.

Marta Lynch escribe La penúltima versión de la Colorada Villanueva en 1978. La dictadura vista desde un barrio de Olivos. La disolución de una familia (de una comunidad) en una ciudad sitiada bajo el tono otoñal y apocalíptico de las desapariciones y las contraofensivas. Un reflejo narrativo: en Recoleta es en el único lugar en que no hay terror. Desaparecidos, cadáveres tirados al río desde aviones, pastillas de cianuro, piernas atadas por un cubo de hormigón. La novela alcanza a problematizar a esa clase media que se habla a sí mismo: nadie dice de donde viene la violencia, pero se sabe. Esa incapacidad de reconocer funciona como el dilema neuropolítico que atraviesa (en paralelo a la cuestión afectiva) a los personajes con una fractura clave: los hijos adolescentes (la generación de la democracia) no están interesados por comprender las razones de los padres.

No parece casual que haya sido Jorge Asís quien haya ubicado literariamente la obra de Lynch, al decir que ella permite avistar ciertos esquemas del poder en la Argentina: es difícil no ver los puntos de contacto entre La alfombra roja y Hombre de gris, aun cuando los mecanismos estilísticos son distintos. Se podría decir que Marta Lynch obtuvo de su relación personal y esnobica con el poder una visión de primera mano que situó su ficción en un lugar singular frente a otras representaciones más unidimensionales del poder (solo visto desde la denuncia, la opresión, la maldad) que se afincaban en el consenso cultural de izquierda.

“Le contesté que acabábamos de tomar contacto con una zona oscura del poder y de la jerarquía” es una de las frases que puebla el arranque de Informe bajo llave (1983) y para ese momento Lynch ya está estragada: su relación con Massera y las opiniones públicas de apoyo al Proceso marcan un equívoco socialmente costoso que la excluye del nuevo sistema cultural que prepara el orden democrático. Informe bajo llave es un producto literario que a partir de ese equívoco terminal gesta una mirada de la dictadura que refleja con eficacia la bestialidad del poder: Massera no es ni siquiera caracterizado como un militar, sino como una emanación del poder total (un tipo dedicado a amasar influencias y negocios) que marca la bisagra entre el partido militar sesentista y el terrorismo de estado.

No parece casual que haya sido Jorge Asís quien haya ubicado literariamente la obra de Lynch, al decir que ella permite avistar ciertos esquemas del poder en la Argentina

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La novela se organiza a partir de un núcleo emocional distorsivo que permite entender la sujeción al aparato opresivo que encarna Massera: la ansiedad de una mujer que agrava sus ciclos de optimismo y frustración frente a la manipulación del hombre de poder, donde la ambigüedad afectivo-sexual se superpone sobre la ambigüedad del poder; este esquema es sostenido y bien regulado por Lynch. Lo que empieza por ser una atracción trivial se sume en un cuerpo a cuerpo cada vez más siniestro que ya no ofrece válvulas de escape y la novela se resuelve en 20 páginas finales frenéticas que documentan con solidez una dimensión del horror y del poder casi microfísico que desplegó el masserismo.

Es comprensible que Informe bajo llave haya pasado desapercibida en el momento de su publicación, cuando prevalecía el realismo de las víctimas políticas de la dictadura y la perspectiva de Lynch podía suscitar rechazo. Pero visto a la distancia, el libro tiene el valor de contribuir a una lectura del poder que explica la genealogía terrorista del Proceso, un tema que a partir de los ’90 comenzó a ser estudiado por el ensayo y que en la novela de Lynch tiene un antecedente clave.

En 1988, Jorge Asís coloca a Marta Lynch en su dedicatoria de Cuaderno del acostado: la operación es clara porque polemiza con los dedos acusadores de la bondad soviética que proliferaba dentro del consenso intelectual alfonsinista. Con todo, lo problemático de la literatura de Lynch permanece, en tanto surfeó sobre el lomo de ese animal indomable que David Viñas precisa en Dar la cara: “somos un país donde predomina la ambigüedad de la clase media”.

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