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24 de febrero 2018

Mariano Schuster

LA CARCAJADA CAE SOBRE NOSOTROS

Tiempo de lectura: 6 minutos

A Eduardo Minutella

Ahí estaban: parados, sonrientes, detenidos frente al tiempo y a la muchedumbre. Delante de la Fontana di Trevi, con el alma en la mano, eran los representantes del país, los elegidos para decirle adiós a uno de sus símbolos más apreciados. Valeria Marini, con su pelo rubio y desbordante, y Alberto Sordi, con su vejez y su gesto de payaso a cuestas, sabían que ese 1 de marzo de 2002, tenían una responsabilidad popular. Había que despedir a la lira. La vieja moneda que el pueblo italiano había manoseado desde 1862 se esfumaba para dar paso al euro. Marini y Sordi se miraron, sonrieron, y llevando sus manos hacia atrás, tiraron unas cuantas monedas en la Fontana. “Recuerdo que, cuando era un adolescente, cada lira que conquistaba, era una gloria para mí. Ahora que debemos abandonarla, me parece que es como perder a un gran amigo. La vamos a extrañar” – dijo Albertone. Ni siquiera los más entusiastas con la nueva moneda se atrevieron a contradecirlo. Lo decía Sordi. Y Sordi era el alma de Italia. Y el corazón de Roma.

Para muchos italianos, se trataba de un acontecimiento infeliz. Y quizás por eso, las autoridades habían convocado a Albertone, un experto en transformar las tragedias en acontecimientos humorísticos. Verlo parado ahí, tirando monedas en la Fontana, con una bandera italiana atravesándole el pecho, remitía mucho al personaje que había interpretado y que interpretaba en cada una de sus películas: el italiano que, al final, aceptaba las cosas tal como eran, mezclaba nostalgia y risa, y tiraba para adelante, siempre convencido de que, atando todo un poco con alambre, las cosas iban a andar mejor para él. Albertone consiguió expresar esa sensación tan común a los italianos durante toda una vida. Albertone fue Italia.

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Empezó a actuar en los años treinta, después de cantar en el coro infantil de la Capilla Sixtina y de doblar al italiano la voz de Oliver Hardy en El Gordo y el Flaco. En su familia había entendido que el arte era importante – su papá era Director de Orquesta e intérprete de tuba en el Teatro dell’Opera di Roma— pero que también lo eran las vidas sencillas como la de su madre, una modesta maestra de escuela a la que, por supuesto, idolatraba. Cuando, por fin, a fines de la década de 1940, llegó la hora del comienzo de su gloria, combinó esos dos aspectos tantas veces separados: arte y vida común.

Aunque se reía del ciudadano medio y mediocre, a veces no quedaba claro donde terminaba la persona y donde comenzaba el personaje. Es que Sordi también era así.

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Alberto Sordi fue el protagonista de una infinidad de películas. Y en la mayoría de ellas, interpretó el mismo personaje: el italiano de a pie, ese busca que no respondía a ningún otro ideal que el de satisfacer su deseo. Para ese personaje, medio chanta e inmoral que quería ganarse la lotería, vivir de la manera más simple y dándose ínfulas, no había un mejor representante. Federico Fellini, con Lo sceicco bianco (El jeque blanco) y I vitelloni (Los inútiles), el que le abrió paso a la verdadera fama. Después vinieron otros: Vittorio de Sica, Mario Monicelli, Giorgio Bianchi, Dino De Laurentiis. Con ellos, Albertone consiguió el éxito. La magia del humor con la que grabaría a fuego el cine italiano.

Sordi 2

En El Moralista, de Giorgio Bianchi, hacía de censor: vigilaba los carteles de las películas “picantonas” y mandaba a cerrar boliches nocturnos. En El diablo, de Dino De Laurentiis, interpretaba al típico tano mujeriego: un poco avergonzado por no haber engañado nunca a su mujer, viajaba a Suecia con la intención de tener una noche trampa. Y, en El Mafioso, llenaba de delirio a la pantalla grande interpretando a un tal Antonio Badalamenti, un siciliano honesto que habitaba en Milán pero que, en unas vacaciones en su pueblo, se ve involucrado sin quererlo con negocios turbios de los “capos” locales.

El personaje de Sordi reunía las características de lo que él consideraba que era Italia: un 75% cómica y un 25% trágica.

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Aunque se reía del ciudadano medio y mediocre, a veces no quedaba claro donde terminaba la persona y donde comenzaba el personaje. Es que Sordi también era así. Y, si no lo era, todos empezaron a verlo de esa forma. Quizás haya sido su actuación en Un americano en roma, donde expresó perfectamente al romano, la que más lo popularizó. Su personaje, Nando Mericoni, era el romano típico: un hombre decidido a parecerse a los yankees, que dice una palabra en inglés cada cinco o seis en italiano, y que hace del oportunismo y el pequeño engaño, una verdadera forma de vida. Nada, sin embargo, superó al Sordi de La Gran Guerra. Mientras Sordi era un soldado romano (despelotado y bastante tonto), Vittorio Gasman era un soldado milanés (claramente eficiente, aunque con dosis de tontería). Tras ser capturados por el Ejército Austríaco, los dos saben lo que tienen que hacer: decir toda la verdad y salvarse el cuello pasándole información sensible a los enemigos. Pero de repente, esos dos tontos sin ideales, dispuestos a traicionar a su país para sobrevivir, se descubren como patriotas. Un oficial austríaco los insulta y hiere su orgullo. Entonces, Oreste Jacovacci (Sordi) y Giovanni Busacca (Gasman) se hacen fusilar sin concesiones al enemigo.

El personaje de Sordi, siempre un poco imbécil pero igualmente entrañable, reunía las características de lo que él consideraba que era Italia: un 75% cómica y un 25% trágica. No es casual que Pier Paolo Pasolini lo admirara hasta el cansancio. “¿Qué tipo de risa es la que provoca Alberto Sordi?” – se preguntaba el director de El Evangelio según San Mateo y Teorema. “Es una risa de la que uno se avergüenza un poco. (…) Nos reímos, y dejamos el cine con vergüenza de habernos reído, porque nos reímos de nuestra cobardía, de nuestra indiferencia, de nuestro infantilismo.”

Sordi 3

Sordi, el hombre que hizo el humor que necesitaban los italianos, actuó para todos y con todos. Lo hizo sin contemplaciones políticas. Trabajó, por ejemplo, para Mario Monicelli, un comunista declarado, en Un burgués pequeño, pequeño, la adaptación de la novela del socialista Vincenzo Cerami. Sordi, sin embargo, era un conservador. Un tipo de derecha y católico que entendía y quería ser entendido por el pueblo. Tuvo su época fascista y no dudó en decirlo en momentos en los que esto sentaba muy mal.

“Hoy vivimos en una era en la que todos pueden pensar como quieran. (…) Pero yo no me arrepiento de la era pasada. Nací en el ’20, soy de una generación que vivió la época fascista, y viví bien. Mi padre era profesor de orquesta, provengo de una familia burguesa, se iba a la escuela, se llevaba el uniforme, se practicaban todos los deportes posibles e imaginables”.

Aunque lo imitó – y lo ridiculizó – en Il Presidente del Borgorosso Footbal Club, la película de Luigi Filippo D’Amico en la que una suerte de Duce se hacía cargo de un equipo de fútbol, Sordi siempre admiró a Mussolini.

 

https://www.youtube.com/watch?v=nVpk2bwoxbU

“Mussolini se convirtió en el padre de los italianos y los vistió de uniforme porque, como cualquier padre de familia, no quería ver los defectos de sus descendientes. Distribuyó a los jóvenes en diversas ramas institucionales que les proporcionaban todo lo que les hacía falta: la salud, el deporte, el estudio, el trabajo. Despejó los terrenos pantanosos e hizo todo lo que todavía se ve en las ciudades: el Foro Itálico, las escuelas, los barrios para pobres, el cine. Para mí, quizá porque coincidió con los años de mi adolescencia y mi primera juventud, aquella fue una época bellísima, despreocupada, una especie de largo y dulce sueño. El antifascismo de aquel periodo estaba representado por unos políticos que solo querían llegar al poder, mientras el ciudadano, el pueblo italiano, era fascista, es decir, se adecuaba al régimen y no se sentía descontento, al menos hasta que, sin darnos apenas cuenta, nos encontramos todos con un fusil en la mano.”

En sus últimos años, Albertone padecía de un típico trastorno italiano: la nostalgia y el escepticismo. “Roma se está destruyendo a sí misma con autos. El Coliseo colapsará debido a las vibraciones” – decía. Pero no había perdido el humor. “Amo a estos italianos incapaces de gobernarse por sí mismos. No es culpa de ellos, es que no tienen grandes ejemplos ni grandes líderes a los que seguir”.

Sordi, sin embargo, era un conservador. Un tipo de derecha y católico que entendía y quería ser entendido por el pueblo. Tuvo su época fascista y no dudó en decirlo en momentos en los que esto sentaba muy mal.

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Hasta el final de su vida, reivindicó su papel de actor popular. “Mi único mérito ha sido saber imitar a la gente. Nunca estudié para esto”. Al final, aseguraba “el público es el juez supremo y si te abandona es el fin de tu carrera”. A él, sin embargo, nunca lo abandonó. Quizás porque nunca le dio la espalda.

Albertone murió hace exactamente quince años. Su entierro fue, como su cine, una obra de arte. 250.000 personas salieron a despedirlo a la piazza San Giovanni. Se terminaba una época. Las cámaras de la RAI registraron el acto completo. Pero quizás todo pudo haberse resumido en los treinta segundos de ese viejo que, tras salir de la capilla ardiente, dijo entre lágrimas: “Yo le estoy agradecido porque nos hizo sonreír en los años difíciles de después de la guerra, cuando sólo había hambre y destrucción”.

Entonces, la carcajada de Sordi, desde el cielo, volvió a caer sobre Roma.

 

 

 

 

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