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24 de febrero 2017

Gonzalo Bustos

HEGEMONIA POSVERDADERA

Tiempo de lectura: 9 minutos

En su marcha hacia el centro del orden mundial, China ha promovido una diplomacia discreta pero activa en el campo de las ideas, construyendo consensos que buscan legitimar su ascenso global (y sus daños colaterales) para fundar una nueva “hegemonía verdadera”, según los términos que describe Immanuel Wallerstein en su análisis del sistema-mundo.

Hasta hace unos años, la principal categoría acuñada por el Reino Medio había sido la “cooperación sur-sur”, una doctrina que pregona una cooperación internacional más atenta (en teoría) a los vínculos asimétricos y al factor político que la promovida por las potencias occidentales. Desde hace un tiempo, a ese concepto se sumó un nuevo principio ordenador del ciberespacio: la “soberanía de la red” (o “soberanía digital”), doctrina que compite con la “neutralidad de la red” norteamericana y que pregona un nuevo orden digital, (en teoría) más atento al impacto que la desinformación puede tener sobre las comunidades políticas y a la autonomía estatal necesaria para desplegar políticas de desarrollo.

Con un POTUS demócrata, Barack Obama o Hillary Clinton, era imposible llegar a un acuerdo entre las potencias para regular el ciberespacio. Pero hoy la diplomacia digital china ha de estar viviendo una primavera de renovadas opciones estratégicas: en un escenario austero, los excesos de Donald Trump pueden incentivar el acercamiento de más países (y compañías tecnológicas) a los valores chinos (incluso más de lo que ya lo hace, sistémicamente, la inteligencia norteamericana post 9/11); en un escenario más favorable, la administración Trump puede apelar a un proteccionismo digital más salvaje que (aun reforzando la competencia comercial y el espionaje contra China) terminará de erosionar el orden vigente, apalancando la posición de liderazgo china. Así, aunque es más que probable que los ciberataques entre potencias no cesen -y esto menos por el POTUS que por la ausencia de un factor disuasor eficaz en el mundo digital, a diferencia de lo que ocurrió con los arsenales nucleares, como señala Richard Haass-, un nuevo orden del ciberespacio más amigo del control, ya sea uno construido por el consenso entre las potencias o uno generado por su puja anárquica, podría acelerar el camino de China hacia la hegemonía global, tanto o más que una confrontación que ponga en su lugar al magnate (y a su América).

En América latina, mientras tanto, la puja entre ambas potencias en el campo informacional abre (aunque muy lentamente) una nueva coyuntura crítica que se diferencia tanto de la dimensión económica como de la dimensión política de la multipolaridad, a la vez que las complementa. ¿Puede el nuevo cuento chino prender tanto en Argentina y en la región como lo hizo la cooperación sur-sur? Lejos de pretender abordar ese interrogante, este texto (continuación de Yes, ICANN) sólo presenta el problema de la diplomacia digital, poniendo el foco en las cartas y el juego de China vis a vis las de Estados Unidos.

 

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El fin del dilema seguridad/privacidad

El coctel chino es más complejo de lo que deja ver la analogía entre la vieja y la nueva muralla (el “Great Firewall”). Siguiendo a Adam Segal y su libro Hacked World Order, China concibe sin tapujos que Internet es un “arma de doble filo”, es decir, un instrumento “esencial para crecimiento económico y la buena gobernanza”, pero también “una gran amenaza para estabilidad doméstica y la legitimidad del régimen”. Por más simple que parezca esa concepción, supone cerrar la grieta entre el discurso y la acción que caracteriza al discurso liberal-centrista en general y a la neutralidad de la red en particular (aquí, Gustavo Fontanals analiza algunos de sus claroscuros).

La clave es entonces lograr el delicado equilibrio entre la securitización y el fomento al desarrollo (con las cuotas de iniciativa privada que este supone, y con el riesgo de disenso y movilización popular que estas conllevan). Así, por ejemplo, dependiendo de diversos factores políticos y económicos, China relaja o ajusta los controles sobre las redes privadas virtuales (VPNs), que permiten “escalar” o “saltar” ciertos tramos del Great Fire Wall, o corteja (y se deja cortejar) más o menos a la compañías norteamericanas de base tecnológica.

un nuevo orden del ciberespacio más amigo del control, ya sea uno construido por el consenso entre las potencias o uno generado por su puja anárquica, podría acelerar el camino de China hacia la hegemonía global

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Podríamos distinguir tres niveles. En el primero, se pondera la cibervigilancia masiva (al menos la doméstica) a la vez que se exige al sector privado algún tipo de acceso al back-end de las tecnologías conectivas. En segundo lugar, antes que estilizar las prácticas que la “neutralidad de la red” denosta (como la discriminación en la asignación de la banda de ancha) o ignorar las que celebra (como el “zero-rating”), el modelo chino plantea una nueva legalidad que combina control de contenidos, responsabilidad de los intermediarios, combate al anonimato y búsquedas censuradas. La lógica detrás de estos imperativos es que la esfera pública digital y la “infraestructura crítica” precisan algún tipo de guía y protección desde el Estado, como puede verse en el primer libro blanco chino sobre Internet, publicado en 2010.

Finalmente, se hace más permisible (pero no necesariamente más viable) un nuevo tipo de blindaje del mercado interno: el bloqueo (para su clonación) de una plataforma considerada estratégica, pero no mediante una barrera comercial sino un dispositivo jurídico-tecnológico,  por lo tanto, una maniobra a salvo del alcance de la OMC. Se trata de un fenómeno complejo, que Michael Anti (sí, en una charla TED) denominó “smart censorship”, es decir, “censura inteligente”. La censura se ha combinado con la innovación acelerada y con una regulación compleja (de dificultosa cumplimentación para aquellos jugadores externos que representan una amenaza), en cuyo vértice está la nueva “Cybersecurity Law”, que entrará en vigencia en junio de 2017.

El caso paradigmático que dio inicio a este tercer tipo de práctica (o que al menos probó su eficacia y necesidad) fue Google. La tensión entre ambos imperios creció desde que en 2010, cuando comenzaba la Primavera Árabe, el buscador (que por entonces fortaleció sus lazos con el Departamento de Estado norteamericano) amenazó con dejar de auto-censurarse en territorio chino. Google reclamaba por la libertad de sus algoritmos y China por el acceso a los servidores. En 2014 rompieron relaciones. Desde entonces, el buscador chino Baidu llenó el vacío. El mismo modelo se aplicó tras el bloqueo de Facebook y WhatsApp, de donde emergió WeChat, mientras que del bloqueo y clonación de Twitter surgió Weibo.

Autonomía versus modernización en la era digital

El otro aspecto central del modelo chino es la búsqueda de autonomía tecnológica. El origen del gigante Huawei ejemplifica ese objetivo autonomista: la necesidad de sustituir los switches extranjeros para la industria telefónica. A pesar de la disrupción que supuso Internet, esa lógica permanece intacta. En ese sentido, las develaciones de Edward Snowden en 2013 sólo reforzaron los objetivos de disminuir la dependencia frente a los “ocho guardianes guerreros”: Cisco, IBM, Microsoft, Oracle, Intel, Qualcomm, Apple y Google.

La novedad es que la idea de dependencia muta con el desdibujamiento de los límites entre seguridad, desarrollo y gobernanza. A través de la noción de “infraestructura crítica”, introducida por la nueva ley de ciberseguridad china, la autonomía se securitiza. Al menos en una potencia, la seguridad y el control de esa “infraestructura crítica” son condiciones necesarias para la estabilidad del régimen político, la gestión de los bienes públicos estratégicos, y la protección de los datos con valor económico. Por un lado, el componente geopolítico de la autonomía se traduce en la exigencia a las compañías extranjeras de localizar los servidores de los “operadores de infraestructura crítica” en territorio propio. Por el otro lado, la decisión política (y su necesario margen de excepcionalidad en un Estado soberano) se encripta en los estándares técnicos que hacen “crítica” a la infraestructura. Esto significa que no está claro cuáles son los datos que ameritan exigirle estándares más rigurosos a los privados, lo que despierta suspicacias entre los jugadores extranjeros, quienes reclaman mayor transparencia.

Desde luego, en el mundo occidental también se asiste a aquella confusión entre seguridad, desarrollo y gobernanza (un fenómeno más bien característico de la era digital), pero se la habita mejor en forma de contradicciones. Como resultado, hay quienes del lado norteamericano se sorprenden porque la ley de ciberseguridad china parece enfatizar “el proteccionismo antes que la seguridad”. En síntesis, hay un punto en común entre el ecosistema con centro en Estados Unidos y la alternativa que diseña China. Allí donde llegó el primero con la securitización antiterrorista post 9/11, llegó el segundo con la securitización de la autonomía tras la Primavera Árabe.

El último gran antihéroe de la era del broadcasting es también el primer caudillo de la posverdad en la era digital

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No obstante, hay que insistir en las diferencias entre ambas narrativas. En su libro The Real Cyber War (2015), Shawn Powers y Michael Jablonsky ven la competencia entre Estados Unidos y China por dominar el ciberespacio como una evolución de la puja entre los paradigmas de la modernización y la autonomía, que duró casi tanto como la Guerra Fría. Como lo demuestra el actual gobierno argentino, el sueño eterno de la modernización sigue vigente en nuestra región (aquí, en un texto que ya tiene sus años, Martín Becerra y Guillermo Mastrini analizaron cómo se aplicaron en la Argentina las políticas neo-difusionistas, que extendieron la lógica de la modernización al campo infocomunicacional). La ascendencia del paradigma alternativo también es muy cercana a América latina. Para Powers y Jablonsky, de hecho, el principal antecedente de la soberanía de la red es nada menos que la teoría de la dependencia (y sus ramificaciones autonomistas), que en los años 70 se difundió entre los países no alineados, los cuales llevaron a la UNESCO sus críticas al sistema global de telecomunicaciones, desatando un conflicto tal que Estados Unidos y Gran Bretaña se retiraron del organismo durante años.

La “diplomacia digital” china viene a revitalizar aquel debate, aunque corriéndolo de sus ejes originales: ahora la autonomía es un paradigma promovido por la futura superpotencia, a la vez que se vincula algo menos a la política y bastante más a la seguridad. El centro de operaciones de esta estrategia es la Administración Ciberespacial (CAC), creada en 2013, hasta junio de 2016 en manos del enigmático Lu Wei. Bautizado “el zar de internet”, Lu no sólo se ocupó de mantener operativa el Great Firewall sino también de promover la visión de Beijing en el mundo, sembrando consensos incipientes en aquellos países insatisfechos con una Internet “libre y abierta” pero con eje en Estados Unidos y el sector privado. De todos modos, y más allá del ascenso vertiginoso de Lu (y su misterioso paso al costado), quien lidera estos esfuerzos no es otro que Xi Jinping, como lo demostró en la World Internet Forum de 2015, celebrada en la provincia china de Wuzhen, o en sus visitas recurrentes a Silicon Valley y Seattle.

La primera reacción norteamericana fue instalar el temor a una “balcanización de internet”. Para simplificar la pedagogía de sus negociadores internacionales, Estados Unidos elaboró doce principios para el comercio digital, que se habían logrado incorporar al TPP que Trump acaba de abandonar. Sin embargo, el espacio para que el discurso chino prenda existe, y de nuevo: no sólo por Trump. Como sostiene Adam Segal (en el libro ya citado), “lo que Washington y Silicon Valley ven como esfuerzos por fragmentar la web, políticos en Brasil, Brunei, China, Corea del Sur, Suiza y Vietnam ven como esfuerzos por des-americanizarla”.

Fiel a su estilo, entonces, China puede promover consensos para construir su propia hegemonía informacional y a la vez liderar la agenda de reformas institucionales reclamadas por los países en desarrollo desde las cumbres de la Sociedad de la Información en 2003 (Ginebra) y 2005 (Túnez), donde el foco comenzó a pasar de la “brecha digital” a la geopolítica de la red (aquí, un buen trabajo de Hernán Galperin al respecto). En este nivel se inscribe la cesión de la ICANN a la “comunidad global” por parte de Estados Unidos, ocurrida en octubre pasado, mientras que en el primer nivel China avanza en sus diálogos bilaterales tanto con países (aquí su mejor aliado es Rusia) como con compañías tecnológicas (aquí, lo es Facebook).

En pocas palabras, si bien los logros para-diplomáticos de Beijing son menos espectaculares que los que podría exhibir Moscú (logros atribuidos por otros y nunca reconocidos, claro, como el apoyo a Wikileaks, el asilo a Snowden y el hackeo a Hillary), el espacio para que la narrativa china se multiplique es amplio y fértil.

Soberano es el que decide sobre la neutralidad de la red

Si era preciso confirmar la incongruencia que existe entre la “neutralidad de la red” y la lógica America First, esta vino con la designación de Ajit Pai como director de la Federal Communications Commission. Su primera medida al frente del cargo fue cerrar una investigación sobre las ofertas gratuitas de datos por parte de operadores móviles (el zero-rating), bajo el argumento de que “han probado ser populares entre los consumidores”.

En su libro En el Enjambre, el filósofo coreano Byung-Chul Han repone a un Carl Schmitt tardío y epistolar: “Después de la Primera Guerra Mundial dije: <<Es soberano el que decide sobre el estado de excepción>>. Después de la Segunda Guerra Mundial, con la vista puesta en mi muerte, digo ahora: <<Es soberano el que decide sobre las ondas del espacio>>”. Si se nos permite seguir el juego que propone Byung-Chul (la irreverencia de parafrasear a Schmitt hasta el infinito), decimos: Soberano es el que decide sobre la neutralidad de la red. ¿Quién podría compartir esta idea, sino Trump? El último gran antihéroe de la era del broadcasting es también el primer caudillo de la posverdad en la era digital. El rechazo de los medios tradicionales incluso le dio reparo, mientras él aprovechaba las libertades de Internet (de las que hablaban tanto los demócratas desde los tiempos de Al Gore, en particular Hillary Clinton) para viralizar, geolocalizar y personalizar su mensaje nacionalista y supremacista. Ahora que debe sobrevivir en el poder y darle forma a su proteccionismo, sin embargo, la tentación de “patear la escalera” (y volcarse por un mayor intervencionismo en el orden digital) es grande, y los chinos aguardan su oportunidad.

A Chinese man uses a computer at the press center of the 18th Communist Party Congress in Beijing, China, Tuesday, Nov. 13, 2012. During China's last party congress, the cadres in charge of the world's most populous nation didn't know a hashtag from a hyperlink. But five years on, there's a new message from Beijing: The political transition will be microblogged. (AP Photo/Ng Han Guan)

 

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