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Probablemente uno de los temas más difíciles y desafiantes de determinar sea esa zona donde derechos humanos y el sector de la sociedad civil involucrado se relacionan con la (perdón por las comillas) “gente común”, es decir, aquellos (muchos, mayoría) que no tienen un vínculo afectivo y simbólico con lo que pasó. Se escribió y pensó mucho al respecto, y muchos podrían con buenos argumentos pensar que es imposible que no haya “vínculo” entre cualquier ciudadano y la Historia, esa Historia. Una forma de abordarlo podría ser pensarlo en la geografía, como una tensión entre centro y periferia: la memoria es urbana, céntrica, organiza la ciudad, y tiene muchas veces una suerte de preponderancia de clase y se debilita hacia la periferia. Es un campo de lucha donde quienes mejor detentan un capital cultural se imponen, ejercen su memoria (la dictadura se cobró también víctimas en las clases medias, como nos recuerda Javier Trímboli que decía Tulio Haperín Donghi en “¿Qué quiere la clase media?”), y las víctimas y la violencia en las clases populares podrían significar un menor sobresalto, ya que esa violencia estatal es, fue y será una constante para los pobres. Algo así. Perdón si no soy tan específico o suena como mala sociología.

¿Cuánta gente pobre puede ser hoy una “víctima de la dictadura” y por ende acreedor de un derecho (que incluye materialmente el cobro de una indemnización) y lo desconoce? Trabajé en la comuna 8, con los cartoneros de Lugano y Soldati, y encontré en 2004 en Ciudad Oculta a un joven que era hijo de desaparecido (su padre) o encontré personas ya grandes que fueron presas, secuestradas, torturadas y desconocían que su historia tenía un “valor simbólico”, ritos de reparación. Fue difícil distribuir equitativamente los beneficios de las políticas de la memoria. Ejemplo: sabemos cuántos combatientes murieron en Monte Chingolo en diciembre de 1975, ¿sabemos cuántos vecinos murieron en los barrios de alrededor durante las razzias?

Aunque como comentario lateral a esto, recomiendo y casi suplico, la lectura del libro de Sebastián Carassai (“Los años 70 de la gente común”), publicado por Siglo 21 en 2013. ¿Por qué? Porque a la vez, convivimos todos estos años con un sentido común que siente en esa exterioridad una ajenidad incómoda, como si los DDHH hubieran conformado una nueva “aristocracia de dolor” que detenta un monopolio de la fuerza simbólica. (La Argentina tiene esa cultura de la sangre.) Pero si en los 80 la pedagogía de derechos humanos alfonsinista significaba reivindicar a alguien por lo universal que tiene (su humanidad) sin importar la particularidad (su causa política, incluso su participación una organización armada, etc.) y esto era visto por muchos como despolitización, la pedagogía kirchnerista sobrepasó e incluyó la reivindicación de la identidad de la víctima hasta reivindicar su propia identidad política, su proyecto y tal vez eso también actuó como un subrayado de mayor distancia entre quienes no tienen una identificación política entonces con las “víctimas”. Ese aspecto “no universal” es la fisura al interior del propio progresismo (entre los más liberales y republicanos y los más ligados a una política “popular”).

Las múltiples exigencias a una revisión crítica de la experiencia política de los años 70 (que en los años 90 fue intensa, paradójicamente después no tanto) tiene más o menos dos caras: una que honestamente imagina que en esa “autocrítica” hay un camino productivo y socialmente sanador y la de Ceferino Reato, que sólo imagina una justicia que se “completa” porque sí o sí debe incluir a las organizaciones armadas, como si la cima del consenso para combatir y ajusticiar la guerrilla (cosa que se hizo) no hubiera sido justamente ese “Proceso”, ese “aniquilamiento”. Quiero decir: no es que no hubo “justicia” para las víctimas de la violencia armada, sino que la forma de la “justicia” fue la ESMA y las prácticas genocidas. En fin.

La dictadura es el antecedente, la condición de nacimiento de nuestro “orden democrático” (sé que el maestro Alejandro Kaufman problematiza bien esa idea de “orden democrático”). Pasen en limpio a Fogwill o a Claudio Uriarte, para ver las líneas de “continuidad”, más allá de las previsibles provocaciones al progresismo con que todo ex progresista se solaza. Es más: tal vez en nada como en los derechos humanos (o sea: en la administración de justicia y reparación sobre lo que dejó el Terrorismo de Estado) se puede elaborar una línea de tiempo de la democracia. Más que en la educación, la economía o los derechos laborales; y lo digo no para establecer exactamente una jerarquía. Una parte de la sociedad y el Estado siempre avanzaron hacia el conocimiento de lo que ocurrió y hacia formas jurídicas que impartieran justicia. Ese avance no es ordenado. Es un avance complejo, caótico, lleno de tensiones y debates internos y externos.

Lo que se desprende del fallo del 2×1 de la Corte (que el gobierno celebra) es que dice pretender reparar las “irregularidades” o demoras de la Justicia. Sobre esto que hablen los que saben. Por lo pronto diría que el núcleo del argumento civilizatorio que leí es que el Estado debe respetar los derechos humanos de esos victimarios hasta de modo ejemplificador. Pero convivimos con otra parte minoritaria de la sociedad que vive esto como un alivio compensatorio, y con eso conversa el gobierno de Macri (del que una parte de su elenco es el Hannah Arendt de Etcheckolatz y simultáneamente practica el punitivismo puro y duro contra los presos comunes que ojalá gozaran las condiciones de detención de los presos por delitos de lesa humanidad). Porque si el argumento es que “estos tipos actuaron como caníbales pero el Estado no puede canibalizarse”, también es cierto que el efecto del fallo es festejado por Cecilia Pando, ergo, en los hechos, logran que los efectos de la justicia atenúen las penas, y buscan a la larga que puedan atenuar la condena social. Veo estas fotos y siento orgullo por ese campo de batalla llamado Estado Argentino, perdón la solemnidad.

 

Nunca Más 2 Balza Nestor-cuadro

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