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09 de noviembre 2018

Guido Mignogna

FORMAS DE VOLVER A NÚÑEZ

Tiempo de lectura: 7 minutos

En el 96 incumplí dos reglas familiares cuando entré corriendo al cuarto de papá para avisarle, entre mocos, que Crespo había hecho el segundo gol que nos daba la Copa. Tanto no importó la transgresión de haber entrado sin tocar la puerta como haber saltado el blindaje que papá se imponía para ver el partido en diferido por la tele como si fuera en directo. Eran épocas donde Canal 13 transmitía la Copa Libertadores y daba los partidos una hora después y a Papá le encantaba apostar al falso vivo, y así armaba su bunker, cerrando los ventanales, las puertas y las noticias del exterior. Y eso que vivíamos a 5 cuadras de la cancha. Aislamiento total. Aislamiento que no pude soportar con 11 años y me prendí a la radio. Papá respetó mi decisión pero yo no respeté la suya, y cuando me vio ahí en su cuarto, un poco desarmado de emoción y con la radio en la mano gritando frases cortas y positivas, se dejó invadir y nos abrazamos.

Mi hermano Sebastián, 15 años mayor, me enseñó la popular. Vimos y seguimos la Belle Époque del tricampeonato. Ortega-Francescoli-Salas entre nuevos olores, nuevas jetas y nuevos aguantes. Seba tomó la posta de papá, que un día, después de haber ido toda su vida al Monumental, se asqueó de tanto estropeado y tanta xenofobia y se compró una Telefunken imponente, paliativa. Con Seba fuimos y fuimos, como Monserrat, hasta que un día llegaron mis amigos y mi adolescencia, y también su trabajo y sus hijos. Nos dimos un descanso. Pero en el 2011, casi sin planearlo, nos fuimos al Monumental a acompañar a River en el partido más doloroso. Teníamos que estar ahí y teníamos que estar juntos. Entramos casi sin quererlo a la Centenario baja, casi por default, porque había que entrar rápido y porque, intuimos, que ese sector era un escape rápido si pasaba lo peor. Pasó lo peor. Y del partido recuerdo poco porque lo vimos como pudimos en el pasillo que separa la platea baja de la media. Sí me acuerdo de la caminata larga que hicimos cuando terminó todo. Caminamos en silencio. Respetándonos.

Eran épocas donde Canal 13 transmitía la Copa Libertadores y daba los partidos una hora después y a Papá le encantaba apostar al falso vivo, y así armaba su bunker, cerrando los ventanales, las puertas y las noticias del exterior

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En el 2006 murió papá y al día siguiente se jugaba el clásico. Esa tarde les dije a Rodri y a Tincho, amigos del colegio y de la cancha, que esta vez no, que me quedaba en casa. Vi el partido en la cama de mamá, del lado de papá, y disfruté los goles y la consagración de Gonzalo Higuaín. Guardé por años y hasta que la tecnología me obligó a cambiar de celular, un mensaje de texto de mis amigos que me regalaban el superclásico ganado: “esto es para vos, Melón”.

El primer cruce importante de Copa contra Boca que viví se dio en el 2000 y papá, esta vez, impuso el blindaje a toda la casa. Cuidó todos los detalles. Tres horas antes nos juntamos en El Cine, la habitación que había acondicionado como si fuera el IMAX, y nos pusimos a ver una película que nos abstrajera del presente. Bien. Aislamiento total. Primer tiempo en La Boca y cero a cero. Con ese resultado pasábamos porque en la ida habíamos ganado 2 a 1. Pero empezando el segundo tiempo apareció Juan, mi hermano no tan gallina, y entró y deslizó, divertido, que había escuchado unos bocinazos de afuera. Dijo eso y se fue. Papá y yo nos miramos derrotados. Un poco por prejuicio inferimos en silencio que Camión-Pueblo-Boca, y un poco porque siempre es mejor pensar en lo peor.

En el 2014 reapareció en mi vida Gallardo y mientras respiraba hasta lo más profundo en busca de oxígeno antes de que salieran River y Boca a jugar el partido de vuelta de las semis de la Sudamericana, me repetía a mí mismo una especie de mantra: hay que tener fe en las cosas.  Y ese zurdazo de Pisculichi me hizo disfrutar de un nuevo elemento en mi vida, potente y desconocido: ganarle a Boca un cruce eliminatorio. Había que tener fe.

Los goles, la lluvia y esa canción en loop, imborrable, con la melodía “Y dale alegría mi corazón”, que, con el cover, terminaba “Y si señor, de la mano del Muñeco vamo´ a Japón”

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En el 2015 me abracé con Rodri hasta el infinito en esa noche cinematográfica del Monumental, donde ganamos la Copa por tercera vez. Los goles, la lluvia y esa canción en loop, imborrable, con la melodía “Y dale alegría mi corazón”, que, con el cover, terminaba “Y si señor, de la mano del Muñeco vamo´ a Japón”. Con Rodri nos perdimos en el hall del club, entre tanto salto, y me fui caminando a su auto que lo habíamos dejado adentro del barrio, en la cuadra donde vivía unos años atrás con mi familia. Ahí lo esperé a Rodri, con las ropas pesadas, mientras llegaba una felicitación cálida y solemne de mamá, que no era gallina, pero que a partir de la ida de papá, como homenaje, se acercó a los colores y me regaló lindos mensajes de texto -con su firma, siempre-. Mamá en esa época ya estaba enferma pero no lo sabíamos. Un año después se fue y yo guardo esos mensajes, son otro punto de contacto y de amor con ella.

El día de River – Almirante Brown estaba terminando una suerte de especial para la TV Pública que se llamó En las malas mucho más y eso me entretuvo la angustia y la ansiedad de todo lo que pasaba con el partido donde nos jugábamos el ascenso. Giunta, la suspensión de la Sívori alta y el morbo después del morbo. Como no podía ir a la cancha me escapé del canal y me refugié en la oficina de Tiki Tiki, mi otro trabajo. Después de un primer tiempo desesperante hablé con El Tumba, amigo de redacción, y nos confesamos lo inaguantable que se estaba haciendo el partido. Lúcido, agarró su bici y pedaleó hasta Tiki Tiki. Vimos el segundo tiempo y los goles de Trezeguet. Con el ascenso asegurado vimos lo que quedaba sentados y en silencio, separados por una mesa de trabajo y una computadora ancha que nos servía como escudo, camuflando la angustia contenida, después de un año bravo e impensado, queriendo a River más que nunca.

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Aprendí a decir malas palabras un verano en el que River le ganó a Boca. No recuerdo el año ni el partido ni mucho menos los goles. Sí recuerdo que Papá agarró el auto y nos fuimos a dar vueltas por El Monumental, a tocar bocina y a exhibir por la ventana una bandera desteñida que me exigía mucha fuerza para que no se volara. Hoy me resulta extraño el plan. Quizás antes los partidos de verano eran más importantes (el 5 a 4 a Polonia, por ejemplo). Pienso, en realidad, que Papá me inventó una noche preciosa y perfecta: putear a Boca con libertad.

yo solo recuerdo bajar de ahí, de ese escenario injusto, abrumado y derrotado, y escuchar a Seba decirme que me quedara tranquilo, que River ya era campeón

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La muestra de guitarra de mi profesor Pablo Zapata era en diciembre. Justo el día, justo a la hora en que River jugaba con San Lorenzo y podía ser campeón. 1999. A mí me tocó aprender un fragmento de la Novena Sinfonía de Beethoven y Yesterday. Nada mal para debutar en el escenario. En un bar de Plaza Serrano toqué primero la pieza de Beethoven. Salió bien. Después subió Pablo y me acompañó, tocando la guitarra rítmica de la canción de Paul. Salió mal. Entré en un pozo, y un pif llevó a otro pif. Veía todo blanco. Y Pablo, sensato, paró y pidió que arrancáramos de vuelta. Y mi familia, entera, recuerda que pedí perdón a la audiencia. Con voz seria y adulta. Y yo solo recuerdo bajar de ahí, de ese escenario injusto, abrumado y derrotado, y escuchar a Seba decirme que me quedara tranquilo, que River ya era campeón.

Después, haciendo cuentas, descubrí que el partido no había terminado cuando Seba apuró la noticia.

El miércoles sonó el despertador a la 1:45 de la mañana en un Hotel del norte de Gales. Me levanté y me vestí como pude para no despertar a Antonella y llegué al lobby para enganchar el wifi. Enganché Roja Directa, por suerte, y llené de virus y de Copa Libertadores mi computadora. Ahí estaba mi equipo jugando las semis, creyéndosela. El Grand Hotel de Llandudno da al Mar Irlandés y es el último edificio de la curva que ofrece la costa. Es imponente y ahí se celebraron algunas convenciones de los Conservadores de la época, incluyendo al hombre de la guerra, Winston Churchill. Hoy recibe contingentes de viejos blancos parcialmente capacitados para caminar, que toman sus cervezas de siempre y juegan al bingo. El olor a alfombra gastada y a pescado frito son el glade natural de la inmensa casona. A esa hora, mientras Gremio nos ganaba sin justicia, no quedaba nadie salvo un inglés expatriado que hacía de sereno y que, de a poco, se acercó a ver mi pantalla. Fue divertido para él que yo le explicara qué estaba pasando en esos minutos finales. Var. Quilombo. Gol. Riesgo de vida para el árbitro. Fue divertido para él. Yo me fui a fumar, de cara al mar y al viento. Y le prometí a esos dioses que nos inventamos todo el tiempo algo que ya olvidé, pero que seguro tiene que ver con la final que se viene. Clasificamos y hablé con Rodri. Me mandé mensajes con Tincho y con El Tumba. Extrañé a Seba. Me dieron ganas de estar ahí.

Pase lo que pase en noviembre River va a seguir ahí. Porque River es una forma de volver a casa. Es esa vida suplementaria. Será con una nueva viñeta. Hay que tener fe.

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