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28 de octubre 2016

Sebastián Provvidente

ETNOGRAFÍA DEL SURF

Tiempo de lectura: 7 minutos

Charlie don’t surfle grita el personaje de Robert Duvall en Apocalipse Now a un soldado antes de bombardear con napalm una cabeza de playa en Vietnam con el objetivo de garantizar el acceso a una ola que él mismo junto a un rubio parafinado californiano quieren surfear. Después de semejante escena ha sido muy difícil para el surf sacarse este fardo cultural de arriba y con razones de sobra. De hecho, antes de escribir sobre una de las pasiones de vida, el surf, William Finnegan, periodista por varias décadas del New Yorker, se sintió en cierta medida obligado a publicar algunos libros y artículos sobre temas como el apartheid en Sudáfrica, la guerra civil en Mozambique, la frontera y la inmigración mexicana en los Estados Unidos. En una entrevista reciente, confesaba que escribir este libro sobre surf había sido como salir culturalmente del closet.

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Sin embargo, antes  de convertirse mediante las imágenes de la película de Francis Ford Coppola en un símbolo de lo peor del colonialismo estadounidense, el surf, había sufrido sus propios embates cuando los primeros misioneros calvinistas llegaron a Hawái en el siglo XIX. El nieto e hijo de unos de estos misioneros no era otro que Hiram Bingham quien a comienzos del siglo siguiente descubriría Machu Picchu. En sus días en las islas se complacía en criticar a los aborígenes nativos por su propensión al ocio y la ausencia de una cultura del trabajo. El surf debía ser erradicado ya que cuando había buenas olas, los nativos dejaban de lado sus ocupaciones y se iban corriendo a la playa a surfear. No es casual que ésta sea una de las primeras historias que aparecen en el libro.

Los misioneros calvinistas criticaban a los nativos de Hawái por surfear y no trabajar

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La infancia y adolescencia de William Finnegan transcurrieron entre Los Angeles y Hawái ya que su padre trabaja en la producción de industria cinematográfica y su trabajo había llevado a la familia a instalarse temporalmente a pocas pasos de la playa. Si bien es en Los Angeles hacia mediados de los 60 en donde comenzará su relación surf, la mudanza a Hawái implicará una renovación de votos con el océano. En la playa Cliffs de Diamond Head, justo debajo de su casa, William Finnegan conocerá a Glenn y Roddy, dos amigos hawaianos con los que surfeará casi todos los días a pesar del contexto de tensión racial entre los nativos y los blancos. En el libro se destaca oportunamente que hacia fines de los 60 la sociedad hawaiana estaba muy marcada por las tensiones entre los haoles y los nativos. Por esta época, la educación pública en Hawái distaba mucho de la californiana sin embargo, sus padres, desprevenidos, lo mandarían a la Kaimuki Intermediate, una escuela pública en la que había que ganarse literalmente el respeto a las trompadas y en la que las tensiones raciales entre las distintas minorías eran moneda corriente. Intuyo que el hecho de surfear contribuyó desarrollar su propia identidad en ese contexto y al mismo tiempo le ganó el respeto de más de uno. De vuelta en California, el surf se mantuvo como el basso continuo en la vida del joven. Fue entonces nuevamente el turno de las olas famosas del norte y sur de Los Angeles: Malibu, Rincón, Ventura y Manhattan Beach entre otras.

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Mucho tiempo después Finnegan advertirá que uno de sus héroes literarios, Thomas Pynchon, había vivido justamente por estos años en Manhattan Beach. De hecho, una de sus más recientes novelas Inherent Vice (2009) transcurre en esta playa a fines de los 60 y principios de los 70 y describe en varias partes el mundo de la contracultura surfera. No es difícil de imaginar la desilusión de William Finnegan cuando leyó este libro al contrastar el laconismo, la austeridad y sobriedad verbal de los surfers por esta época con las interjecciones extáticas y gritos luego de correr una buena ola. Si uno corría una buena ola, había que simular que esto era una cuestión de todos los días. La Manhattan de finales de los 60 vista a través de los ojos de un blancucho e intelectual de la costa este no podía resultarle ni verosímil ni atractiva a Finnegan. Como si fuera poco, la adaptación cinematográfica de Thomas Paul Anderson de la novela realizada en 2012 ha contribuido a perpetuar esta imagen de la Manhattan Beach de los 70.

En USA el surf era contracultura, en Australia era parte de la cultura oficial

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Tras un breve retorno a Hawái le llegó como a todo joven estadounidense, la hora de la universidad. El destino no podía ser más surfero: UC Santa Cruz. Tras un retorno fugaz a Hawái para surfear la famosa ola de Honolua Bay, Finnegan concibió el proyecto de hacer el famoso viaje iniciático a buscar olas por el pacífico sur. Por esta época la película de surf Endless summer (1966) que simulaba mediante un montaje de pseudo-documental el descubrimiento casual de olas en latitudes cuanto menos exóticas sin que nadie las hubiera aún aprovechado, tornaba el viaje en un verdadero mandato, había que ir a buscar esas olas que estaban esperando ser surfeadas. Luego de ahorrar varios meses llegó la hora de partir. Los lugares se fueron encadenando uno tras otro con un objetivo en mente: buscar esa ola cercana a la perfección sin gente alrededor. Las descripciones de los lugares visitados no distan mucho de una descripción etnográfica cargada de empatía con los locales. Aparece entonces la realidad social de Tonga, Fiyi, Sri Lanka, Indonesia –entre otros lugares- descrita con una gran agudeza. En este punto William y su compañero de viaje, Bryan Di Salvatore se volvieron conscientes de lo que implicaba la presencia de dos whities con tablas de surf que habían en cierta medida renunciado a una vida que todas las personas que conocían en su camino les envidiaban. Muy a su pesar, el surf, de ser denostado por los colonos calvinistas en Hawái, se había convertido en una actividad asociada con la exportación al mundo del american way of life. Los etnógrafos de la década del 70 llegaban ahora con la tabla bajo el brazo en busca de la ola perfecta. Precisamente las descripciones literarias de estas olas constituyen uno de los hallazgos literarios del libro incluso para los neófitos.

First Photo of Hawaiian SurferLa peregrinatio surfera se completará con una estadía en Sudáfrica en pleno apartheid y que encontrará a William enseñando en una escuela secundaria en un contexto de represión policial de sus estudiantes. Su compromiso hacia ellos y las experiencias de este viaje lo convertirán en un verdadero especialista sobre los problemas sudafricanos que serán abordados en uno de sus primeros libros “serios“. El paso por Australia era también inevitable en este viaje iniciático. Junto a  Bryan Di Salvatore publicarán algunas notas en revistas de surf para darle por un lado, cabida a sus inclinaciones literarias y por otro lado, para financiar al mismo tiempo el viaje. En uno de estos artículos que será publicado en la revista Tracks afirmaban que mientras que en los Estados Unidos el surf siempre había sido parte de la contracultura, en Australia era parte de la identidad cultural oficial y practicar allí la actividad era muy simple gracias a la infraestructura de todas las playas y la aceptación generalizada de parte de la mayoría de la gente. De más está decir que en el agua surfeando ambos se verían obligados a ocultar sus verdaderas identidades cuando los aussies decían que si encontraban a los autores de esa nota les partirían la cara.

Muy a su pesar, el surf se había convertido en una actividad asociada con el american way of life

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El retorno a los Estados Unidos lo encontrará instalado en San Francisco y surfeando en Ocean Beach. Uno tiene la impresión de que en esta nueva fase el surfing se vuelve algo diferente para William Finnegan. Las aguas cálidas ceden frente a las olas pesadas, oscuras y de agua fría de la primera madurez. Por esta época comenzará a colaborar como autor free lance para el New Yorker y escribirá la que tal vez sea una de las mejores obrar del periodismo sobre el surf inspirado en las figuras contrapuestas de Mark Renneker y Bill Bergerson al que todos llamaban Peewee. Mientras que Mark el médico formado en  Standford  parecía encarnar al blanquito perfecto y big wave rider que conquista la naturaleza. El segundo, Peewee aparecía como el working class hero de bajo perfil entregado a algo superior a la celebración de sí mismo. Si bien ambos se conocían y a menudo surfeaban juntos en los días en los que nadie más se animaba a meterse, en el texto de William Finnegan parecían representar a dos maneras totalmente diferentes de entender el surf.

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Su trabajo como periodista en el New Yorker lo llevará a instalarse en New York en donde continuará surfeando hasta la actualidad alternando las poco consistentes pero sorprendentes rompientes de la costa de New York con viajes a Jardim do Mar en la isla de Madeira en Portugal. Curiosamente uno de sus viajes lo llevará al resort exclusivo de Tavarua en Fiyi en donde había acampado en soledad absoluta junto a Bryan unas décadas antes con solo unas pocas provisiones y la promesa de que lo pasarían a buscar en bote la término de una semana. Si bien hoy en día muchas personas se consideran surferos  por haber ido 10 días a Costa Rica con una tabla de foam, Barbarian Days nos muestra sin falsos misticismos que surfear es algo más que esto. Al mismo tiempo para los que somos escépticos sobre la inclusión del surf en los próximos juegos olímpicos el libro parece ser un lindo ejemplo de por qué el surf no debe ser considerado como un deporte. Me olvidaba, William Finnegan ganó finalmente un Pulitzer escribiendo sobre surf.

William Finnegan, Barbarian days: A surfing Life, Penguin Books, New York, 2015

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