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10 de septiembre 2015

Marcos Andrés Carbonelli

Doctor en Ciencias Sociales (UBA) e Investigador del CEIL (CONICET).

EL PAPA COMO ÍCONO MILITANTE

Tiempo de lectura: 6 minutos

 

El temblor no pasa. Todavía nos dura el estupor y escasean las interpretaciones profundas sobre las repercusiones del nombramiento de Jorge Bergoglio como Papa, para el catolicismo latinoamericano y para el subcontinente en general. De líder de la oposición anti-k a referente global de uno de los credos con mayor adhesión y potencialidad política. De jesuita con pasado oscuro a Sumo Pontífice. De arzobispo conservador con guiños populares a vanguardia de la lucha contra la pobreza y el daño ambiental. Tamañas dislocaciones y cambios de escala autorizan un manto de piedad sobre las ciencias sociales, nunca muy afectas a las predicciones y a las evaluaciones cortoplacistas.

Sin embargo, más allá de la bruma desatada por las coberturas mediáticas, las biografías devenidas en booms editoriales y los clichés twitteros, se perciben epifenómenos claros. Entre ellos, la emergencia y consolidación de Francisco como ícono militante. El Papa como emblema de opciones de vida comprometidas, donde conviven praxis política y utopía trascendente.

I. Catolicismo y peronismo, placas tectónicas

Los abordajes clásicos sobre religión y política asumen mayoritariamente una concepción del poder de raigambre weberiana, que hace foco en los vínculos entre actores de uno y otro espacio, a partir de influencias y transferencia de legitimidades, pero también dislocaciones, presiones y enfrentamientos. Una segunda variante analítica se centra en la dimensión creativa del poder, en la capacidad que reúnen ciertos actores, símbolos e instituciones para generar filiaciones, producir identidades y movilizar voluntades. En este sentido, lo religioso y lo político son “poderosos” por su eficacia para movilizar sueños, ensamblar utopías, activar militancias y generar identidades, en muchos casos, mestizas.

En este sentido pueden pensarse las matrices políticas argentinas como placas tectónicas, históricamente sedimentadas una sobre otra. Dichas piezas geológicas, se sabe, conservan especificidades al mismo tiempo que permiten fusiones. Crujen en los intersticios, favorecen acoples, pero también habilitan temblores y resquebrajaduras. El catolicismo integral, -esa fórmula identitaria que se pensó a si misma distante del liberalismo y del socialismo, y como un proyecto “para toda la vida”- fue una placa tectónica intensa en las primeras décadas del siglo veinte, dadora de sentido de una sociedad convulsionada por los cambios mundiales, pero también por los procesos internos de migración, industrialización y ascenso social. Sobre su magma se asentó el peronismo, y buena parte del devenir político de las décadas siguientes se entiende a la luz de sus ajustes y tensiones.

En esta clave, conjeturamos que Francisco puede constituirse en ícono militante, en gran medida porque su figura hace base en el kirchnerismo, entendido como cultura política y versión contemporánea del peronismo.

Hasta aquí, las condiciones estructurales, en las líneas que siguen describimos la vigilia que compartimos con los militantes católicos que viajaron desde Buenos Aires a Paraguay para ver a Francisco y que durante un día entero lo aguardaron en la plaza de Caacupé, escenario del primer acto masivo del pontífice en tierras guaraníes.

II. Los pacientes de la Plaza

Ya el día anterior al arribo de Francisco podían distinguirse claramente dos grupos de peregrinos argentinos. Por un lado, una fracción de los curas villeros, con el Padre Toto y el Padre Pepe a la cabeza, acompañados por decenas de jóvenes del Hogar de Cristo y otras organizaciones de la parroquia de Caacupé, ubicada en la villa 21 de Barracas, Buenos Aires. Caacupé se destacó por ser una de las comunidades más visitadas por Francisco cuando era Bergoglio. Jóvenes que venían a agradecerle esa presencia, y a soñar con su bendición papal. De cierta manera, los pibes villeros y sus curas eran un símbolo del pasado; huellas vívidas de uno de los trabajos pastorales más respaldados por el entonces arzobispo.

Conocimos a Miguel, uno de los pibes rescatados en Caacupé. Como el mismo lo definió, viene de “la mala”, de un pasado oscuro, teñido de marginalidad, drogas y abandono. Tras dos años de recuperación su tiempo está consagrado a sus tareas en el hogar de Cristo, da una mano en comedores, visita a presos en cárceles del interior del país y lidera charlas donde les enseña a otros el camino desde el cual emergió de la oscuridad. Nos contó que estuvo una vez con Cristina, cuando fue a inaugurar una obra a la villa. Pero le pareció “fría, distante”. En cambio, Francisco (por entonces Bergoglio) resultó un amigo, un hombre con el que tuvo contacto directo, mate de por medio. Como muestra de su compromiso, apenas arribó a la plaza, su principal preocupación fue colgar entre dos árboles una larga bandera teñida de colores papales, con la inscripción “Hogar de Cristo”, en un lugar bien visible a la trayectoria que horas más tarde emprendería el papa móvil.

Por otro lado, pegados a ellos, estaban los Misioneros de Francisco. Un movimiento emergente, conformado en su mayoría por militantes del Evita, dispuestos allí para cumplimentar un objetivo preciso: lograr que las vírgenes de sus capillas fueran bendecidas por el Santo Padre. Todo comenzó cuando Emilio Pérsico (uno de los máximos referentes del Movimiento Evita, con pasado y presente cristiano y peronista), visitó a Francisco en Roma y le manifestó su preocupación por la escasa presencia de la Iglesia Católica en el campo popular. La respuesta del Papa dicen que fue: “andá y hacé capillas”.

Las capillas de Misioneros de Francisco encarnan un sincretismo político-religioso en clave popular, donde se difuminan las fronteras entre lo sagrado y lo profano, donde lo trascendente se hace cotidiano, al margen, pero no en contra de la estructura institucional de la Iglesia Católica. Hay curas que participan de actividades de las capillas de los misioneros, pero no tienen injerencia ni en su organización ni en dinámicas. Estos dos elementos dependen de la soberanía plebeya de la gente del barrio. En los Misioneros se vuelve más nítida la comunidad de sentidos entre militancia política y compromiso religioso. Uno de los Misioneros nos cuenta “Yo estaba alejado de la Iglesia. Me bauticé, fui a los Maristas, pero con el tiempo me alejé. Pero ahora te digo: así como Néstor me hizo creer en la política, este Papa me llevó a volver a tener fe”. Pero no fueron esas causas las que los llevaron a Caacupé, sino su encantamiento con el liderazgo anfibio de Francisco; probablemente el más compacto y cercano para afrontar, con utopía y mística, el post kirchnerismo.

Los dos movimientos en la plaza emergen como una síntesis de Bergoglio y de Francisco. Del pasado y del futuro, unidos en el presente que se condensa en el estar ahí, en la plaza, esperando, bancando. Unos, curas villeros y pibes de la parroquia, la cara institucional, la que emprende el trabajo de ir hacia los pobres dentro de la plataforma convencional católica. Otros, los misioneros, los que esperan la bendición, los que atraviesan los límites institucionales, pero no como rebeldía o transgresión, sino como un catolicismo practicante autónomo de curas y obispos, pero paradójicamente equipado de la anuencia de la máxima autoridad.

III. Lazos para la vieja y nueva Iglesia

La mañana del sábado trajo más gente a la plaza y mayor ansiedad por la concreción del encuentro cara a cara, aun sea por unos minutos, con Francisco. En la previa, las pantallas gigantes mostraban las imágenes de la última visita papal a Caacupé (santuario mariano por excelencia) y se ensayaban los cantos que se utilizarían en la misa solemne.

Llegado el momento, Francisco arribó a la plaza atiborrada, pero su cansancio, el celo de la organización, la ajenidad del contexto o una suma de estos factores hicieron que el despliegue del papa móvil fuera más vertiginoso que lo deseado por sus pacientes peregrinos. Pese a ello, la fidelidad militante tuvo revancha. Post misa, Francisco salió por una puertita, ante los gritos de los curiosos que lo vivaron cual rock star, y se abrazó primero con el Padre Pepe y Toto. Estrechó fuerte la mano de Emilio Pérsico y luego saludó uno por uno a los misioneros apostados con sus vírgenes y a un pibe de Caacupé, abrigado con una bandera papal.

Mucho se ha hablado de Francisco y sus signos. De los alcances y las potencialidades de los mismos. La discusión se desdobla, por un lado, entre los que debaten si un Papa puede hacer algo más que gestos en una institución milenaria, cuya densidad histórica se asemeja más a un corset que a un aval. Por el otro, entre los que discuten si los gestos alcanzan, si no son acaso maquillajes superficiales de una erosión que carcome por dentro. No pretendemos resolver semejantes enigmas en estos párrafos. Nos falta tiempo para descifrar la incógnita y despejar la X. Pero, para decirlo claramente: “catolicismo practicante” es una categoría opaca, cuasi estéril, si se limita a nominar a una feligresía devota, de misa dominical y sacramentos frecuentes. A nuestro juicio, sólo recobra fecundidad cuando engloba todas aquellas interacciones donde lo católico da sentido a la resolución de problemas y la conformación de proyectos colectivos. En otras palabras: también practican catolicismo aquellos que impregnan de fe su praxis política, sus luchas por derechos, sus formas de hacer iglesia más allá de la Iglesia…

IV. Trascender sin quebrar

La designación de Francisco habilitó un repertorio de intersecciones políticas y religiosas, en parte, por la dimensión globalizada que alcanzó su figura (los imaginarios que se recrean gracias a la novedad del “papa argentino”), pero también porque encontró eco en un sedimento de historias profundas, que él mismo ayudó a remover a partir de acciones concretas y de un diálogo intenso con una masa disponible de militantes, hijos de un ciclo político precedente y aún vivo.  Efervescencias que se montan sobre efervescencias.

En sintonía con otros sucesos, lo que se vivió en Caacupé condensa una dialéctica entre lo que ya está en marcha y de lo que viene, entre lo instituido y lo instituyente. Remite, en definitiva, a uno de los rasgos menos comentados pero quizás más potentes y auténticos de esta nueva etapa del catolicismo: un Papa que procura superar los límites de la propia institución que conduce, sin romperlos. Trascender sin quebrar. Esa parece ser la apuesta de Francisco.

 

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Comentarios

  1. Lecturas interesantes del 12/09/2015

    el 15/09/2015

    […] El Papa como icono militanteLas capillas de Misioneros de Francisco encarnan un sincretismo político-religioso en clave popular, donde se difuminan las fronteras entre lo sagrado y lo profano, donde lo trascendente se hace cotidiano, al margen, pero no en contra de la estructura institucional de la Iglesia Católica. Hay curas que participan de actividades de las capillas de los misioneros, pero no tienen injerencia ni en su organización ni en dinámicas. Estos dos elementos dependen de la soberanía plebeya de la gente del barrio. En los Misioneros se vuelve más nítida la comunidad de sentidos entre militancia política y compromiso religioso. […]

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