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DE SILICON VALLEY AL FMI

Tiempo de lectura: 7 minutos

Tarde veraniega en Capital Federal. Amanece el 2016, un chico rebota alegre y métricamente sobre una cama elástica. El día está soleado, radiante, alegre. En un jardín despeinado de algún barrio porteño, mientras el adolescente continúa con sus acrobacias, el filósofo Alejandro Rozitchner cuenta en una entrevista de corto aliento los tres valores motrices del relato de Cambiemos: positividad, futuro y cercanía. Al primero lo desgrana con un optimismo rotundo: “La emoción que está en el fondo de todo esto es que la vida vale la pena. No es una visión desencantada de la existencia”. Dos años y monedas después, el invierno se traga la teoría del entusiasmo. Mauricio Macri habla en la reapertura de un frigorífico de Carcarañá, Santa Fe. Un gris glacial empalidece la imagen. Las palabras presidenciales enfrían aun más la escena. “Acá hay uno que se te para a la mitad del camino y te dice: ‘si querés pasar, me tenés que pagar tanto. Y eso le complica la vida a todos. Hablando mal y pronto: ¡le caga la vida a todos!’”, gruñe el mandatario. El tono quejoso continúa contra la “industria de los juicios laborales” y termina con un tirón de orejas al gobernador socialista, Miguel Lifchitz, por no haber adherido a la nueva ley de ART. Al Gobierno, por lo visto, se le acabó la paciencia. Y también las endorfinas.

Argentina está de malhumor. Sí, a la bronca que venían masticando los movimientos sociales, los sindicatos, parte de la iglesia, la oposición y la clase media, ahora se suma la impotencia del mismo oficialismo, que está atrapado en la comunicación de crisis que se desencadenó con el anuncio del FMI, a comienzos de mayo. La narrativa voluntarista que pregonaba el ghostwriter presidencial, Alejandro Rozichner, fue desplazada por un libreto de tipo espartano. Palabras como “creatividad”, “motivación”, “optimismo” y “felicidad” fueron sustituidas por “sacrificio”, “ajuste”, “austeridad”, “ahorro” y “responsabilidad”. El mantra “sí, se puede” claudicó frente al estoico “no se debe”. Pasamos del maximalista fitness a la inevitabilidad tecnocrática.

No se puede recolectar votos y sudor al mismo tiempo. Una campaña es un mercado de anhelos (sociales e individuales), no de sufrimientos.

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La excepción tomó prestada la agenda del Gobierno. Y Cambiemos corre el riesgo de adoptar como marca la comunicación de crisis. Esto incluye altos grados de negatividad discursiva, abandono de la estructura simbólica propia y una estrategia netamente defensiva (sustentada en el control de daños). Elementos que, claramente,no encajan con un clima preelectoral como el que ya respira Argentina. No se puede recolectar votos y sudor al mismo tiempo. Una campaña es un mercado de anhelos (sociales e individuales), no de sufrimientos.

Ahora, ¿quién puede torcer el viento de la opinión pública? Sin duda, la economía. Que engorde el bolsillo del ciudadano aplacaría bastante el pesimismo que hoy abunda en las grandes urbes. Pero yendo al plano comunicacional, como afirma el consultor e investigador Mario Riorda en el libro “La gestión del disenso”, los líderes pueden alterar las energías sociales en un entorno de crisis. Ellos son los encargados de producir certezas, confianza soluciones en un contexto signado por la incertidumbre. En un sistema presidencialista como el argentino y, siendo aun más estructuralistas, en una era política híperpersonalista como la que atravesamos, las expectativas sociales apuntan al sillón de Rivadavia. El presidente es el responsable de generar una corriente de sentido que desafíe el clima social imperante. Macri debería comenzar a transformar la bronca en ilusión, la ansiedad en paciencia y la angustia en esperanza. El trecho que existe entre cumplir este papel contracíclico y dejarse arrastrar por esa bola de nieve llamada opinión pública es, exactamente, el mismo que separa a un gobernante de un estadista.

La sigla más temida

 Diez de diciembre de 2015, hora cero de la gestión Cambiemos. Mauricio Macri agarra el timón. En el Congreso, el flamante mandatario despliega un discurso prospectivo, motivacional, futurista. “Vamos a trabajar para inspirar en todos una ética del crecimiento y la superación. Ahí es donde nuestra sed de conocimiento va a encontrar un espacio para celebrar una fiesta de la creatividad y la innovación”. El relato aspiracional se estira el día después del triunfo en las elecciones legislativas de 2017: “La entrada al siglo XXI que, en cierto sentido, Argentina ha retrasado, es una gran responsabilidad de este gobierno. Es un motivo de gran excitación, de gran entusiasmo. Invitamos a todos a sumarse a esta tarea de ser pioneros de un mundo nuevo”. Menos de un calendario después, su rostro ha cambiado drásticamente. En un enlatado audiovisual de menos de tres minutos, se lo percibe nervioso, preocupado, resignado. Con un tono bajo, suave, intentando disimular el deja vu que está a punto de sembrar en el imaginario criollo, suelta: “Frente a esta nueva situación, y de manera preventiva, he decidido iniciar conversaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI) para que nos otorgue una línea de apoyo financiero”. En la Argentina, el pasado siempre tiene la última palabra.   

Los tres pilares del relato oficialista –positividad, futuro y cercanía– están desmoronándose. Malhumor, atemporalidad y exposición selectiva ingresan en su lugar.

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De Silicon Valley al FMI: el Gobierno cambió su norte. La sigla más temida por los argentinos vuelve a ocupar la centralidad del debate público. Tres letras cargadas de sentido negativo en la memoria colectiva. Un acrónimo que al argentino lo traslada a un escenario pretérito cargado de ajuste, pobreza, desempleo e inestabilidad. Todo lo contrario a ese artefacto discursivo que había elaborado Cambiemos para conectarse a la globalización 2.0. “Emprender”, “imaginación”, “know-how”, “GANTT”, hoy forman parte de un repertorio lingüístico oxidado.

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La primera consecuencia para el Gobierno es que su relato, ese depósito de valores y perspectivas según el sociólogo Eric Selbin, quedó atrapado en la atemporalidad. Hoy no hay verbo que conjugue con Cambiemos. El pasado profundo nunca fue un activo, sino más bien un pasivo. Desde el principio, el Gobierno diseñó una especie de “amnesia estratégica”, donde evitó reivindicaciones o resignificaciones de figuras, símbolos o acontecimientos históricos. Donde algunos divisaban memoria, el Gobierno percibía arqueología. Solo utilizó el pasado reciente para polarizar con el kirchnerismo e intentar extender la luna de miel que se le otorga a cualquier gestión entrante. El presente tampoco fue una opción. En su afán por antagonizar con el peronismo (y su supuesta “miopía cortoplacista”), Cambiemos interpretó al presente como una transición hacia un bienestar próximo. Solo quedaba el futuro. El inconveniente es que, como lo demuestra la mayoría de las encuestas, se acabó el crédito de las expectativas. La ciudadanía ya no confía en espejismos como “el segundo semestre”, “la inflación de un dígito” o “los brotes verdes”. Quiere mejoras palpables. Y las quiere ahora.

Otro daño colateral es la desactivación del clivaje viejo-nuevo que almacena la firma Cambiemos. El PRO, más que la Coalición Cívica y la Unión Cívica Radical, había estructurado una cosmovisión modernizante para diferenciarse de las identidades tradicionales del sistema político argentino. Este encuadre temporal, que, en cierta medida, había empujado al peronismo a apretar F5 y actualizarse en términos de estética, lenguaje e instrumental tecnológico, quedó obsoleto. Christine Lagarde y su comitiva, la consultoría en las sombras de Cavallo y las tapas gemelas de Clarín (2001-2018) indicaron que estábamos más cerca de una remakeque de un estreno de poder. Resta saber cómo reconfigurarán el guión desde Balcarce 50. ¿Algunos que ya fueron desechados? La clásica dicotomía ideológica izquierda-derecha, la díada política y cultural peronismo-antiperonismo o la fisura sistémica, planteada en reiteradas ocasiones por el ensayista Juan José Sebreli, entre populismo e institucionalismo.

Donde algunos divisaban memoria, el Gobierno percibía arqueología. Solo utilizó el pasado reciente para polarizar con el kirchnerismo e intentar extender la luna de miel que se le otorga a cualquier gestión entrante.

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Esta hemorragia de imagen positiva amenaza también a la principal táctica comunicacional del Gobierno: el timbreo. Este método, que intenta difuminar las fronteras entre representado y representante para generar una sensación de horizontalidad, espontaneidad y, sobre todo, proximidad, está perdiendo frecuencia, potencia y eficacia. Debido a la sensible situación socioeconómica que atraviesa el país, el oficialismo pasó de una fase expansiva a una estrategia de contención. Las zonas escogidas para realizar el recorrido, por lo general, pertenecen a su núcleo duro. Nada queda librado al azar. En términos de García Negroni y Zoppi Fontana, la función discursiva de Cambiemos, ahora, es de refuerzo (para cuidar la base electoral propia), no de persuasión (para sumar voluntades) o polémica (para disputar sentido). La teoría de la comunicación denomina a este proceso como exposición selectiva: solo accedemos a información, realidades u opiniones que sean afines a nuestro mundo ideológico. El territorio, de a poco, se está convirtiendo en una especie de safari extremo para los funcionarios del Gobierno.

El futuro se volvió un lujo

Los tres pilares del relato oficialista –positividad, futuro y cercanía– están desmoronándose. Malhumor, atemporalidad y exposición selectiva ingresan en su lugar. En la antigua Grecia denominaban a esta carencia de narrativa como aneckdiégesis. Es cuando la sociedad adolece de un principio de esperanza. No hay mapas, horizontes ni ficciones colectivas que encaucen el sentido social. Los números, las estadísticas y los porcentajes quedan desnudos, sin una trama que los envuelva. Entonces, emergen conceptos como “equilibrio fiscal”, “racionalidad en el gasto” o “corrida cambiaria” que, en vez de estimular, paralizan la energía ciudadana. Y, ante dicha acefalía, el dólar termina escribiendo el relato.

No hay mapas, horizontes ni ficciones colectivas que encaucen el sentido social. Los números, las estadísticas y los porcentajes quedan desnudos, sin una trama que los envuelva. Y, ante dicha acefalía, el dólar termina escribiendo el relato.

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Este vacío narrativo, por momentos, es disimulado con microrelatos manufacturados por los medios de comunicación o el Poder Judicial. Los cuadernos del chófer Oscar Centeno son un ejemplo contundente. El Gobierno vuelve a caer en la tercerización de su mito de gobierno, como aseguró Mario Riorda en una entrevista a La Nación. Además, el oficialismo tiene la ventaja de que la oposición aun no sabe cómo capitalizar dicha escasez.Nadie del peronismo (en sus diferentes envases), de la izquierda o del progresismo pudo vertebrar todavía un contrarelato desafiante. Es más, los dos referentes con mayor coeficiente de poder político-electoral, Cristina Fernández y Sergio Massa, han optado por la estrategia del silencio, cuya máxima parece ser “no distraigas a tu adversario mientras se equivoca”. En el caso de Unidad Ciudadana, la intención es desactivar la película de la “pesada herencia” con la que el oficialismo intenta embalsamar el escenario binario de 2015 y 2017 que le rindió en las urnas; el tigrense, en cambio, intenta sacarse de encima el mote de “ventajita” y mostrarse como un demócrata capaz de materializar una alternativa superadora. Los dos espacios están en una actitud reactiva más que proactiva.Ambos exhiben dificultades para redactar una novela de poder, como llaman los investigadores Orlando D Adamo y Virginia García Beaudoux a las historias que son adoptadas por la sociedad y pueden convertirse en sentido común, es decir, hegemónicas.

El futuro se volvió un lujo en el dispositivo Cambiemos. Volvió la muletilla preferida del conservadurismo vernáculo: “el orden”, esa antigua respuesta frente a la escasez de un relato original que convoque, inspire y contagie.

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El oficialismo está perdiendo –o, directamente, abandonando– la batalla por la ilusión. La necesidad, la urgencia y el realismo impregnan toda su estructura discursiva. El futuro se volvió un lujo en el dispositivo Cambiemos. Volvió la muletilla preferida del conservadurismo vernáculo: “el orden”, esa antigua respuesta frente a la escasez de un relato original que convoque, inspire y contagie. Hoy el proyecto del Gobierno es la supervivencia, no la trascendencia. Vendría bien recordar que la historia le guarda sus mejores páginas a los ambiciosos; a los conformistas, apenas les agradece.

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