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30 de octubre 2017

Martin Schapiro

CATALUÑA NO ES ESPAÑA. ES EUROPA

Tiempo de lectura: 6 minutos

El viernes 10 de abril de 1998 fue Santo. Había pasado menos de una década desde la reunificación alemana y menos de un lustro de la entrada en vigencia del Tratado de Maastricht y, con ella, el inicio formal de la Unión Europea. Aquel día se ponía final a uno de los conflictos más sangrientos que había vivido Europa Occidental desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y unionistas y nacionalistas, junto con los gobiernos irlandés y británico, firmaban la paz en Irlanda del Norte. El principal patrocinante de aquel acuerdo, sin embargo, no era ninguna de estas partes, sino el fin de la historia,sentenciado entonces por Fukuyama, y la promesa noventista de difusión de las fronteras nacionales, y mundialización del crecimiento y la democracia.

Sin negar historias y particularismos, pensar la actual crisis catalana requiere repasar el período de enorme desencanto que atraviesan las democracias occidentales, que a fuerza de votos han herido severamente aquel relato que hizo posible dar un cierre pacífico a los problemas norirlandeses.
Veinte años después, lejos de borrarse las fronteras, el centro del debate occidental es un revival nacionalista de tufo rancio, que asciende desde las periferias de las potencias occidentales, y un profundo malestar con las fuerzas políticas que, por (centro-) derecha e izquierda representaron el consenso globalista. La Unión Europea, es el más ambicioso proyecto en la historia moderna de amalgamar identidades diversas. La medida de cada desencanto es la de sus expectativas incumplidas.

España había sido una de las vedettes de la Unión. Una exitosa transición democrática abrazada por nacionalistas y regionalistas, franquistas y comunistas, sindicalistas y empresarios. Una economía modernizada bajo el mandato de Felipe González, beneficiada por las transferencias presupuestarias europeas durante los gobiernos de Aznar. Una industria turística parida por los vuelos baratos y la libertad de movimiento, y una burbuja inmobiliaria que impulsó la actividad económica al ritmo del boom crediticio que acompañó la adopción del sistema monetario común. El crecimiento del que fuera el país más postergado de Europa Occidental, y la exitosa inserción de Barcelona y Madrid como metrópolis globales la constituían en el ejemplo para el mundo, y para los propios españoles, de las virtudes del modelo de integración económica profunda. La España europea se hizo más rica, más moderna, y más cosmopolita; y también lo hicieron los españoles.

España había sido una de las vedettes de la Unión

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Dándole la razón a Dani Rodrik, sin embargo, hay que decir que la adopción del modelos de integración económica profunda supone un costo alto para los ciudadanos y el estado nación, ya que, según sostiene el economista turco, los tres son incompatibles. Entre estados nación soberanos, integración y democracia, sólo se puede tener dos de tres a la vez.

Si en tiempos de los Acuerdos de Viernes Santo muchos daban por obvios los avances hacia un orden democrático continental, la crisis mostró lo opuesto, sería la democracia la que saldría perdidosa ante el trilema. La primera respuesta a la crisis iniciada en los Estados Unidos en 2008 con la caída de Lehmann Brothers fue ordenada en común. No se repararía en gastos para rescatar al sector financiero. Las cuentas públicas españolas pasaron, tras aquellos rescates, de un moderado superávit a un explosivo déficit fiscal, con multiplicación de la deuda pública, mientras el pánico hacía subir las tasas de interés y dejaba al desnudo la burbuja inmobiliaria. El remedio a esta situación fue impuesto. Austeridad para los países más vulnerables, y la negativa de los gobiernos de los países ricos en el norte de socorrer a los vecinos del sur, de cuyos problemas eran parcialmente responsables, supusieron un golpe a las ideas que propugnaban una identidad europea común en la que deberían diluirse las de los estados miembros. Así, mientras Alemania aumentaba sus exportaciones, España, Portugal y Grecia se sometían a dolorosos ajustes fiscales para compatibilizar la competitividad con aquel fin último de preservación de la moneda común.

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Los estados nacionales, en esta coyuntura, no desaparecen, sino que modifican sus fundamentos. Simplificando otra vez a Rodrik, la función de los estados nacionales en marcos hiperglobalizados no es garantizar los arreglos institucionales para posibilitar el funcionamiento de una sociedad democrática, sino aquellos que posibilitan la integración de cada país en el orden económico global. El periodista Thomas Friedman bautizó a aquella situación como “camisa de fuerza dorada”. Un orden en el que partidos de izquierda y derecha discuten agendas sociales y culturales, mientras se funden en un “centro radicalizado” que deja en manos de las instituciones (mercados y corporaciones) globales la gobernanza económica. Un consenso que a los argentinos recordará la década en que menemistas y aliancistas discutían sobre corrupción mientras la convertibilidad era sagrada. El caramelo prometido por Friedman para aceptar el abandono de la economía democrática es la promesa de un crecimiento indefinido y, en algún momento, una sociedad global de la abundancia.

Incapacitados para enfrentar el ajuste, los políticos podían si, discutir su distribución interna, o revivir debates identitarios que podían distraer la atención de su propia deslegitimación popular.

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Como tantos profetas, Friedman erró su diagnóstico sobre el crecimiento indefinido. En tiempo de recesión, el “centro radical” impidió a los ciudadanos encontrar alternativas claras en el sistema de partidos e instituciones tradicionales. En España, socialistas y populares así como los tradicionales partidos regionalistas que habían constituido el núcleo del consenso constitucional del 78, sintieron el golpe, y, en un contexto de recesión y aumento del desempleo, ninguno se encontraba en condiciones de ofrecer una receta diferente del ajuste estructural de las cuentas públicas y la flexibilización de las relaciones laborales, frente a la alternativa de salir del euro, con la retirada del apoyo de los mercados e instituciones multilaterales, demasiado parecida al abismo como para abrazarla.

Incapacitados para enfrentar el ajuste, los políticos podían si, discutir su distribución interna, o revivir debates identitarios que podían distraer la atención de su propia deslegitimación popular. En contextos de ajustes, minorías de gobierno, y sendos escándalos de corrupción que amenazaban a sus partidos, Rajoy y Artur Mas, predecesor de Puigdemont, comenzaron la pulseada sobre las potestades, recursos y competencias de Cataluña. Mientras el Partido Popular, casi desaparecido como fuerza política en Cataluña y el País Vasco, apostó a alimentar su apoyo en el resto de España desafiando ante el tribunal constitucional el Estatuto que un gobierno tripartito de centroizquierda había aprobado para una Cataluña con mayores potestades en el marco de una España unida, desde el gobierno catalán se cuestionaba el aporte de recursos para “sostener regiones improductivas”. Al modo de la exitosa campaña de brexit, se prometía que el dinero que se iba por la canaleta madrileña podría reconvertirse en mejoras para la sanidad y la educación catalanas.

La prédica independentista en los partidos regionalistas como ERC y el PDCat. renació como una apuesta para renegociar el pacto que une a Cataluña con España, a partir de particularidades históricas y culturales de la región que resultan difícilmente negables. El maltrato del gobierno central, y su negativa a escuchar la expresión de la sociedad catalana, ha alimentado el resentimiento de aquel lado de la no frontera, mientras hacía renacer un nacionalismo que ni las crisis migratorias habían conseguido reimplantar en el resto de la sociedad española.

Si los escoceses pensaban su país como un rico y pequeño emirato petrolero en el marco de la Unión Europea, y con Noruega como modelo, el proyecto catalán sería unir a Barcelona y sus periferias en aquel marco continental, algo así como una Singapur de occidente

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Carles Puigdemont habrá sentido angustia al declarar la independencia el pasado viernes. La puesta en escena, mediante una votación secreta, que no fue avalada por más que setenta diputados locales, la imposibilidad de juntar siquiera a los Mossos d Esquadra como una fuerza de choque para resistir la intervención española, y el nulo reconocimiento que la declaración cosechó alrededor del mundo otorgan un tinte farsesco a lo que, al menos, debería haber constituido una contundente demostración de fuerza para obligar a Madrid a negociar. Sin embargo, aún en el mejor de los escenarios, el proyecto independentista catalán, al igual que el escocés hace tres años, es la orientación europea del proyecto independentista la que lo condena en forma definitiva. Si los escoceses pensaban su país como un rico y pequeño emirato petrolero en el marco de la Unión Europea, y con Noruega como modelo, el proyecto catalán sería unir a Barcelona y sus periferias en aquel marco continental, algo así como una Singapur de occidente. Sin democracia económica, la discusión es adaptarse, preservar la abundancia y reforzar identidades. Si Irlanda del Norte corporizaba un horizonte utópico, Escocia y Catalunya corporizan resignaciones.

La resolución al desafío catalán, cualquiera sea, más allá de fortalecer en el corto plazo a nacionalistas de una y otra parte, reforzará la división ciudadana dentro del estado español. Paradójicamente para una discusión en la que la soberanía popular es invocada por ambos bandos como fuente última de razón, ninguna resolución habrá de resolver el problema fundamental, de un orden internacional carente de legitimación democrática, que no ofrece salidas visibles y que, hasta el momento tampoco permite avizorar caminos alternativos deseables. De aquí en más, todo es un poco peor. Cataluña es Europa.

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