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31 de marzo 2017

Martín Schapiro

ARGENTINA EN EL MUNDO: PISTAS PARA EL DESCONCIERTO

Tiempo de lectura: 5 minutos

Desde Joaquín Morales Solá, en su columna dominical de La Nación, hasta Atilio Borón en Página 12, los analistas políticos locales coincidieron en afirmar que la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas suponía un cambio en la situación global que echaba por tierra la estrategia de inserción político-económica de Argentina delineada por el actual gobierno.

Si, evidentemente, la victoria de Trump es un hecho de enorme significación global, y algunas de las líneas esbozadas durante la campaña tienen el potencial para modificar el orden de las relaciones internacionales en general, y por ende, la forma en que Argentina se inserta en este orden, resulta mucho menos obvio que exista un impacto específico de la magnitud en que fue casi unánimemente caracterizado.

Los problemas del proyecto globalifílico de la administración cambiemita fueron captados a la perfección por Pablo Touzon antes de que la victoria electoral de Donald Trump apareciera como un escenario probable, y remiten a las modificaciones del orden global en los planos político y económico a partir del fracaso de proyecto de exportación de la democracia, tras la invasión de Irak en 2003 y la crisis financiera internacional de 2008, originada en el corazón del capitalismo occidental.

La fórmula del autor, “esperan la llegada de las inversiones como Lenin esperaba la Revolución en Alemania”, se muestra perenne. Mientras el crecimiento del comercio mundial casi triplicó el ritmo de crecimiento del producto bruto del orbe entre la caída del Muro de Berlín y el estallido de la crisis financiera, éste se ha reducido drásticamente a partir de entonces, hasta alcanzar, en la órbita de la OMC, una expansión de apenas 1% en 2016.

“esperan la llegada de las inversiones como Lenin esperaba la Revolución en Alemania”

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La recuperación global, por otra parte, continúa con ritmo lento y desparejo, mostrando extrema vulnerabilidad en Europa, desequilibrios estructurales en China y desigualdad social y regional en los Estados Unidos.

Con cada uno de los centros de poder globales enfocado en sus propios problemas, difícilmente las ambiciones hegemónicas que posibilitaron diseños globales exitosos desde Bretton Woods hasta hoy, justifiquen la asunción de las cargas que dicho liderazgo requiere.

Este orden de transición, que el analista Ian Bremmer bautizó G-0, resulta inédito. Ningún actor está en condiciones de garantizar un programa similar al Consenso de Washington y, probablemente, ninguno esté demasiado interesado. Mientras tanto, y tal como lo demuestran el pantano sirio o la partición de Ucrania, los crecientes conflictos en el

Mar del Sur de China y, mucho más acá, el largo impasse venezolano, ningún actor se encuentra tampoco en condiciones de posicionarse frente al mundo como gendarme de última instancia.

Ningún actor está en condiciones de garantizar un programa similar al Consenso de Washington

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A esta etapa, que no ofrece un mundo al cual volver, le sobran, en cambio, regiones y agendas.

El corolario de este diagnóstico supone que los países que operen como si las reglas del orden anterior se mantuvieran, están llamados a ser perdedores de la etapa. Desperdiciar capital político y diplomático en promover ambiciosas políticas de liberalización en la Organización Mundial de Comercio, impulsar un enorme acuerdo de libre comercio con una Unión Europea hecha jirones, asediada por los nacionalismos, en un año en que sus principales economías van a elecciones, y que tuvo dificultades hasta para aprobar un acuerdo con la hiperdesarrollada Canadá, parecen ser pasos en sentido incorrecto. Y si la ilusión de subirse a una agenda liberalizadora acercándose a Estados Unidos se desmoronó junto con la victoria de Trump, no es menos cierto que Hillary Clinton había prometido durante la campaña congelar los grandes proyectos de integración intercontinental, cuya nave insignia fuera el Tratado Traspacífico, y que, antes de eso, tanto George W. Bush como Barack Obama habían fallado en conseguir la aprobación del Congreso para poner en vigencia tratados de libre comercio con Colombia y Perú.

“No entienden que el mundo cambió”, solía repetir Cristina Fernández de Kirchner, quizás la única entre los principales dirigentes argentinos con una visión elaborada y abarcativa respecto del entorno global.

La respuesta dada durante su último mandato, sin embargo, fue lineal e inflexible. Un antinorteamericanismo sin matices (“si me pasa algo, miren al norte”) en momentos de estrechez presupuestaria, y una forma extrema de proteccionismo que, vía DJAI, tuvo como principal víctima a la integración económica regional.

Una estrategia que, restricción externa mediante, conducía inevitablemente a la dependencia del crédito que pudiera otorgar China, en tiempos en que el país asiático puja por ser reconocido como economía de mercado, con las consecuencias que aquello tendría sobre la producción nacional.

esta etapa no ofrece un mundo al cual volver

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Las pistas para pensar este período apenas asoman al repasar el mandato de Néstor Kirchner. A excepción del espantoso manejo del conflicto con Uruguay por las plantas de celulosa, Argentina condujo de forma bastante exitosa una política internacional autónoma que cumplió objetivos propios en el plano internacional.

Fue durante aquellos años que se consolidó la asociación estratégica con Brasil, incrementando el intercambio regional. Eran épocas en que CFK gustaba de recordar la necesidad de “resolver la ecuación energética”, cada vez que le preguntaban por la relación con Venezuela. También en aquel momento se multiplicaron el comercio y los acuerdos de inversión con China, con muy buenos resultados en materia de crecimiento económico.

No faltaron entonces focos de conflicto. Los roces con Estados Unidos producto del rechazo al ALCA, y los cruces con el desprestigiado Fondo Monetario Internacional fueron compensados en otras materias, de interés prioritario para los norteamericanos, tales como el combate al terrorismo, o el posicionamiento respecto del gobierno iraní.

Como en cualquier otra etapa, el desafío de la presente es adaptarse y aprovechar las oportunidades que ofrece y minimizar los perjuicios.

La caída del Tratado Traspacífico abre posibilidades, de otro modo vedadas, para expandir la participación argentina en mercados asiáticos relativamente inexplorados. Cualquier acuerdo con países de la Alianza del Pacífico debería incorporar este objetivo, teniendo como prioridad facilitar el acceso bioceánico.

La caída del Tratado Traspacífico abre posibilidades, de otro modo vedadas, para expandir la participación argentina en mercados asiáticos

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La relación con China conserva carácter estratégico y debería preservársela en consecuencia. Inevitable por su peso en nuestro comercio exterior, China ha demostrado predisposición a financiar obras de infraestructura de interés recíproco en todo el mundo, en una dimensión que, durante los últimos años, superó incluso la participación de los organismos multilaterales de crédito.

Argentina mantiene márgenes respecto de la administración de Donald Trump, con la que, a diferencia de otros países latinoamericanos, carece de conflictos obvios. El país no tiene un TLC con los Estados Unidos siquiera en agenda, y el intercambio comercial bilateral es relativamente bajo. Mientras Brasil se encuentra volcado hacia su propia crisis, sin salida evidente, y México objetivamente enfrentado a su vecino del norte, la relativa estabilidad de Argentina la convierte en un interlocutor apreciable dentro del mapa regional.

Por último, la apuesta por la integración regional debería mantenerse como política de largo plazo ante la necesidad de expandir el horizonte productivo, un objetivo para el que casi ninguno de nuestros países cuenta con un mercado interno de proporciones suficientes.

En una coyuntura que, junto con la reducción de las ambiciones, posibilita la diversificación de las asociaciones, Argentina debería aprovechar sus niveles de endeudamiento que, aún crecientes, se mantienen relativamente bajos, así como la ausencia de grandes contradicciones o excesiva dependencia en su relación con los grandes actores globales, para impulsar políticas de desarrollo de sectores e infraestructuras estratégicos, aprovechando los márgenes de autonomía que otorga esta etapa de transición, hasta la emergencia de un nuevo orden global, inevitable dado el carácter transnacional del desarrollo de las fuerzas productivas.

Sin alineamientos automáticos, ni enfrentamientos de principios, el mundo no se cae. Apenas se transforma.

Mientras Brasil se encuentra volcado hacia su propia crisis, sin salida evidente, y México objetivamente enfrentado a su vecino del norte, la relativa estabilidad de Argentina la convierte en un interlocutor apreciable dentro del mapa regional

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